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Columna
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Signos

Miquel Alberola

En muy poco tiempo Eduardo Zaplana ha empezado a experimentar sensaciones novedosas en su cuerpo. El desafío de Aurelio Hernández en Aguas de Valencia ha marcado un hito en el imaginario del PP, donde nadie, hasta ahora, se había atrevido no ya a aguantarle la mirada al jefe (en el más puro rollo Gil Robles) sino a contravenir sus designios y plantearle un pulso con recursos habituales en el universo de Dashiell Hammett. Incluso (él, a quien todos han estado esperando con infinitos retrasos en sus siete años de presidente de la Generalitat) ha tenido que esperar esta misma semana dos veces a José Luis Olivas como si fuese un propio. Le ocurrió el miércoles en la noche de la economía alicantina, donde además el presidente de la Cámara de Comercio de Alicante, Antonio Fernández Valenzuela, le impidió cerrar el acto porque éste era un privilegio reservado a la máxima autoridad autonómica, que es el presidente de la Generalitat. Y donde, por despecho, arreó un discurso de una hora, como si fuese un Fidel Castro de Cala Finestrat, para acaparar en su pechera las condecoraciones, extenuar a la concurrencia y vaciar los contenidos del parlamento de su prestatario. Le volvió a pasar el jueves antes de la inauguración de L'Oceanogràfic, donde tuvo que esperar mientras Iñaki Gabilondo entrevistaba a Olivas por teléfono y alguien, de los que tenían acceso al número de móvil del presidente, se encargaba de machacar la conversación con el chiflido de la llamada en espera. También lo ha notado con los empresarios, que han empezado a reubicarse, a largar y a celebrar que han recuperado soberanía desde que ya no está. De repente su cielo raso se ha llenado de signos inquietantes. Sólo son síntomas de descomposición. De que el zaplanismo sin Zaplana, como ocurrió con el casquismo sin Cascos, era una ilusión caudillista imposible. De que el abismo ha empezado a absorberle. De que Antonio Puebla continuará cortando trajes para otro, a quien los empresarios también pasarán la mano por el lomo como si fuera inmortal. Aunque, después de todo, siempre le quedará el pudridero con derecho a dos asesores y chófer, el rictus y la lápida del Consejo Jurídico Consultivo.

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Sobre la firma

Miquel Alberola
Forma parte de la redacción de EL PAÍS desde 1995, en la que, entre otros cometidos, ha sido corresponsal en el Congreso de los Diputados, el Senado y la Casa del Rey en los años de congestión institucional y moción de censura. Fue delegado del periódico en la Comunidad Valenciana y, antes, subdirector del semanario El Temps.

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