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Crónica:A pie de obra | TEATRO
Crónica
Texto informativo con interpretación

César y Nada

Marcos Ordóñez

Uno. Julio César es, en su primer tercio, la crónica de un asesinato injustificable desde el punto de vista racional: un regicidio por anticipación. Los conspiradores no son muy distintos de la sociedad precrimen de Minority Report: quieren acabar con un tirano antes de que lo sea. ¿Para curarse en salud y salvar a la República? Digamos que ése es el argumento "político" que utilizan Bruto y compañía para justificarse ante el pueblo y, sobre todo, ante sí mismos, pero la causa secreta, como suele suceder, es mucho más pedestre: pura envidia ante un monarca que ha subido demasiado alto. Durante la primera parte, Shakespeare, que contempla a los políticos como un águila contemplaría un hormiguero, nos muestra paso a paso los mecanismos de la conspiración, centrada en Casio, un aprendiz de Yago, que logra convertir a Bruto en un aprendiz de Macbeth. La obra es mucho más sardónica de lo que parece, y casi se diría un borrador de la descreída y magistral Troilo y Cressida, escrita dos años más tarde. Bruto ama a César, su mentor, y se considera el paradigma del hombre honesto, por encima de las bajas pasiones: propone una eliminación casi quirúrgica, pero el asesinato se convierte en una impresentable chapuza sangrienta. Cuando llega el momento de los discursos gloriosos, el astuto Marco Antonio roba la función y enardece a la plebe contra los asesinos. Shakespeare, radicalmente escéptico, no hace distinciones entre patricios y plebeyos: así, la muerte de César encontrará un eco paródico en el absurdo linchamiento a manos de la turba de un poeta, Cinna, cuyo único delito es llamarse igual que uno de los conspiradores.

La máquina de matar, que culminará en el "todos contra todos" de la apocalíptica batalla de Filipo, se ha puesto en marcha y los motivos son lo de menos. Como señaló René Girard, el verdadero tema de esta tragedia grotesca es la "tendencia humana a la violencia arbitraria y a la disolución del sentido que acompaña a ese proceso". Parafraseando a Baroja, la obra podía haberse titulado "César y Nada": de la Nada final, tras los suicidios de Bruto y Casio y la exterminación de media Roma, emergerá, ironía definitiva, un nuevo César, el pequeño Octavio Augusto.

Dos. Alex Rigola ha presentado en el Lliure de Gràcia, en versión catalana de Salvador Oliva, una reducción casi minimalista del clásico, cuyo mayor mérito es no aprovechar el impulso adquirido y evitar la tentación de cocinar un Titus 2 en clave destroyer. Su puesta en escena, pese a los cortes impuestos por el exiguo elenco (algunos razonables, como la desaparición de Calpurnia; otros indefendibles, como la ausencia del pueblo y el linchamiento de Cinna) es seca, despojada, atenta a las heladas ironías del texto, pero con el riesgo común a este tipo de operaciones: que la esencialidad se confunda, a ratos, con la falta de relieve. Las metáforas están brechtianamente claras (un rótulo, WORD, domina la primera parte, sustituido por otro, WAR, en la segunda) y es cierto que la conspiración recuerda a un juego cruel de niños celosos, pero esa idea motriz adquiere -desde el vestuario (camisas blancas, trajes negros, tirantes) hasta las explosiones hiperbólicas de los actores- el aire un tanto banal de una revuelta de college para acabar (literalmente a zapatazos) con el primero de la clase, el preferido de los profesores. Algo falla también cuando vemos con mayor claridad a Bruto a través del monólogo de Porcia (Tilda Espluga, una poderosa joven actriz que se hace escuchar) que en los parlamentos, impecables pero monocordes, de David Selvas. Sin embargo, el dibujo de César (Ferran Carvajal) funciona porque no requiere complejidad psicológica. Es una sombra sobrehumana, el mero objeto de la conspiración, y Rigola lo aborda desde el expresionismo, en sucesivas (y sugestivas) encarnaciones: una estatua intangible que danza butoh; un cadáver ultrapresente, desnudo y cubierto de sangre; un fantasma de ojos desvelados y, por último, un inquietante perro negro que cruza una y otra vez el escenario. La asombrosa gama de recursos de Pere Arquillué (astucia frente a los conspiradores, dolor contenido frente al cadáver de César, letal malicia retórica ante el pueblo) hace que su Marco Antonio imante la atención del espectador durante esa primera parte: parece un joven Churchill cruzado con Josep Plá, un payés con dientes de bulldog. Es una composición, pero tan convincente y tan orgánica que corre el peligro de convertir "la obra de Bruto" en "la obra de Antonio".

La segunda parte vale, en sí misma, por todo el montaje: intensidad, imágenes sencillas y poderosas. Entre la oscuridad y el humo del campo de batalla avanza un niño, el pequeño Octavio Augusto (Nao Albet), alzando un helicóptero de juguete de destellantes luces rojas mientras retumba el The End de los Doors. David Selvas, con fiebre en los ojos, es ahora un Bruto conmovedor, acosado por los fantasmas de César y Porcia. Casio (Julio Manrique) es un furioso aullido de derrota, y el Marco Antonio de Arquillué se ha convertido en un implacable exterminador. Las escenas de caos y muerte tienen la contundencia expresiva del Ubú que Rigola montó el año pasado en la Abadía (la mujer -Alicia Pérez- que cae una y otra vez bajo distintas balas; los micrófonos/cuchillo que chirrían, acoplándose, al golpear sobre la carne) y la batalla de Filipo está admirablemente resuelta con poquísimos elementos: la hilera de sillas convertidas en caballos, las agotadoras carreras de los actores sin moverse del mismo sitio, el estruendo sonoro del que emerge la Cabalgata de las Walkyrias en una definitiva identificación con Apocalypse Now que va mucho más allá de la mera referencia: la guerra como corazón de las tinieblas, como apoteosis del sinsentido.

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