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Columna
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Un lugar habitable

(Homenaje a Kertész)

En las sociedades modernas, la pregunta por la identidad se ha resuelto gracias al valor de uso de una ciudadanía articulada sobre dos fundamentos relacionados entre sí: la pertenencia a una comunidad nacional y la inserción en una sociedad de productores-consumidores. Pero precisamente en el momento en que, tras una historia de inestabilidad y de violencia, este proceso de nacionalización de las identidades parecía haber alcanzado un punto de fructífero equilibrio basado en la realización del sueño westfaliano de un orden internacional fundado en la constitución de un número amplio pero limitado de naciones viables autodeterminadas embarcadas en un mismo proceso de modernización económica, el sueño de la razón estatonacional comenzó a manifestar sus disfuncionalidades.

La primera y fundamental de ellas: su imposible universalización. El derecho de autodeterminación -es decir, el reconocimiento normativo, no meramente fáctico, de que todo pueblo que así lo desee debe convertirse en Estado-, es insostenible en un mundo de sociedades multiculturales y multinacionales: no sólo ha dejado de cumplir su función unificadora y pacificadora, sino que se ha convertido en foco permanente de conflictos étnicos. Por otro lado, una globalización depredadora ha roto el vínculo entre soberanía nacional y bienestar económico y social. La utopía de un mundo conformado a la manera de una sucesión de chalets adosados habitados por felices y prósperas familias de clase media ha degenerado en un sistema de apartheid planetario. Pero también en las sociedades del Norte el seguro albergue del Estado nacional empieza a ser menos confortable como consecuencia de la desnacionalización de la economía.

Pero lo cierto es que la construcción de la identidad personal sólo puede entenderse como parte de una más amplia tarea de construcción y diferenciación de identidades colectivas. El problema del yo es, siempre, el problema del nosotros tanto como el problema del otro. Ahora bien: ¿no hay otra manera de garantizar la identificación colectiva y la razonable seguridad que hagan posible la construcción de una identidad personal que no sea mediante la afirmación nacional? Solemos ser muy exigentes con los movimientos nacionalistas que, en nombre de las pequeñas naciones, reclaman su lugar en el mundo: "Las pequeñas naciones -escribe Finkielkraut- son seres que no tienen razón de ser. No tienen plaza en el tren de la historia, e incluso, si quieren subirse a él, quienes ya tenían derecho a hacerlo, los que contaban con un billete en regla, llaman escandalizados al revisor para que inmediatamente las haga bajar". Desconfiamos de tales movimientos, y lo hacemos con razón, pues en demasiadas ocasiones han sido bárbaro ejemplo de eso que advierte Imre Kertész: "Una nación pequeña, que ha quedado fuera de la gran corriente, de la llamada historia universal, y que para colmo no ha conseguido encontrar su verdadero papel en el tiempo y en el espacio (papel que quizá no existe), sólo puede comportarse, en cuanto nación, como un loco". Pero corresponde a las grandes naciones demostrar, con hechos, la utilidad marginal decreciente de las fronteras nacionales.

Volviendo a Kertész: "¿Patria, hogar, país? De todo ello quizá se pueda hablar de otro modo algún día... o quizá nunca más volvamos a hablar de ello. Es posible que los seres humanos se den cuenta algún día de que todos estos valores son abstractos y que para vivir sólo necesitamos, en realidad, un lugar habitable". Es este un viejo sueño: el sueño de un mundo en el que ningún ser humano pueda ser privado de sus derechos como persona y que este reconocimiento incondicional de sus derechos fundamentales no pueda hacerse depender de su consideración como nacional o como extranjero. "Quería", hace decir Marguerite Yourcenar al emperador Adriano, "que el viajero más humilde pudiera errar de un país, de un continente al otro, sin formalidades vejatorias, sin peligros, por doquiera seguro de un mínimo de legalidad y de cultura". En definitiva, hacer posible la idea de que para vivir sólo necesitamos, en realidad, un lugar habitable.

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