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Reportaje:CRÓNICA INTERNACIONAL

Los silencios de Julien Gracq

Son muchos quienes lo consideran el mejor escritor francés vivo y, en cualquier caso, como la referencia literaria francófona de la segunda mitad del siglo XX. Los defensores de Julien Gracq son auténticos entusiastas, pero al autor lo rodea un amplio círculo de glacial admiración que tiene mucho de estupor ante lo que no se comprende. Él mismo ha querido que fuese así. Su comportamiento lo ha convertido en un escritor de culto pero secreto. En 1949, publicando un breve y prodigioso panfleto -La Littérature à l'estomac- se enfrentó con el mundillo crítico y las distintas capillas de la familia intelectual. Dos años después ganaba el Premio Goncourt con El mar de las Sirtes (Galaxia Gutenberg), pero entonces Gracq se niega a recoger el galardón: según él, un escritor es alguien que construye una obra ajeno a competiciones promocionales que no le merecen el menor respeto. Y Gracq se mantendrá fiel a esa línea, abandonando sólo la torre de marfil a través de sus textos, obsesionados por lo terrenal, por la geografía y el cómo ésta puede sugerir estados de ánimo. El editor José Corti, siempre asociado a Gracq, acaba de publicar Entretiens, un libro de poco más de 300 páginas, en el que se recogen las únicas seis entrevistas que el escritor ha concedido entre 1970 y 2001.

Gracq se llama en realidad Louis Poirier y nació el 27 de julio de 1910 en Saint-Florent-le-Vieil, un pueblecito vecino al Nantes de su admirado Jules Verne, "los dos a la vera del Loira, sólo que él veía los mástiles de los veleros que iban a cruzar los océanos y yo la silueta de la espalda de quienes pescan con caña". Alumno brillante, marcado por su condición de interno en sucesivos centros, obtiene el título de profesor de geografía, al mismo tiempo que su diploma en Ciencias Políticas, el año en que lee Nadja, de André Breton.

En 1936, como otros surrealistas, Louis Poirier se afilia al Partido Comunista. "Entre 1933 y 1936, la amenaza de una guerra civil, mezclada con una guerra en el extranjero, hacía difícil la indiferencia. Ese interés activo se acabó, muy brutalmente, con el pacto germano-soviético de 1939. Desde entonces no he podido creer en la política, ni tan sólo considerarla un ejercicio provechoso para el espíritu. Leo los periódicos, voto regularmente, intento protegerme lo mejor posible de los daños de la vida política. Mi actitud, fundamentalmente, es la de Stendhal: Acuérdate de desconfiar". En 1937, Gallimard rechaza su primer libro, En el castillo de Argol (Siruela), que sí es editado por Corti un año más tarde. Se trata del texto más novelesco de su obra, muy marcado por influencias evidentes: el surrealismo y el Parsifal de Wagner.

La guerra lo mantiene varios

meses inmovilizado en el frente. Prisionero de los alemanes en Silesia hasta 1941, es dejado en libertad por razones de salud y se transforma en profesor de geografía en la Universidad de Caen. Gracq aprovecha su cautividad para escribir algunos poemas de Libertad grande (Seyer) imaginar la construcción de su única obra de teatro, Le Roi pêcheur. Gracq tiene una concepción del teatro "como un ceremonial, con sus ritos, convenciones y liturgia". Y de ahí que "los grandes periodos de teatro sean siempre periodos unanimistas, periodos en el que propone a la comunidad la conciencia de su solidez hasta la exaltación: la Atenas de la gran época, el Londres de Elizabeth, el siglo de Louis XIV o la España de Felipe II".

El mar de las Sirtes pone a Gracq bajo los focos de la actualidad, pero rechazando el Goncourt preserva su intimidad de creador. Eso es importante para quien escribir casi equivale a desangrarse espiritualmente. "Un libro nace de una insatisfacción, de un vacío cuyos contornos no se precisan si no es durante el trabajo de escritura, que es el que puede llenarlo". Gracq se niega pues a hablar de la "arquitectura" de una obra literaria y lo sucedido con El mar de lasSirtes lo confirma en su actitud: "En mi espíritu, durante la mayor parte de la redacción, la novela marchaba hacia una batalla naval que finalmente no se libra". Esa batalla suprimida lo lleva a recordar una máxima de Valéry que asegura que "el arte comienza cuando se sacrifica la fidelidad a la eficacia", fórmula que le permite descubrir que "escribir bien no es decir exactamente lo que se quería decir, sino decir mejor".

El Goncourt sugiere a Gracq la conveniencia de abstenerse de toda participación en el debate literario y el esfuerzo que ha representado la redacción de El mar de las Sirtes -"la sequía definitiva para toda una región de recuerdos, emociones e imágenes"- hace que pasen siete años hasta la aparición de una nueva obra, Los ojos del bosque (Anagrama), en la que el mito se desvanece y el heroísmo se queda sin objeto. El libro acaba con el protagonista durmiéndose, quién sabe si para siempre, herido y en pleno ataque alemán. Gracq, que vivió un episodio semejante al que narra, relaciona el libro con su pasión por el ajedrez -"soy un jugador mediocre, y aún más un lector de partidas, como quien dice, un lector de novelas"-, con las cuestiones de orden militar: "Todo eso se relaciona con el placer que me procuran las obras de estrategia: soy un estratega de café. De igual manera soy, o he sido, un aficionado a los espectáculos deportivos". Entre las combinaciones del tablero adamascado y la de los personajes de ficción, existe una gran diferencia: "El mundo del ajedrez es un mundo cristalino, glacial. La literatura sólo me interesa porque tiene que ver siempre, con mayor o menor fuerza, con el mundo de los afectos".

Y tras esas dos novelas, Gracq ya sólo publicará relatos -La presqu'île, Las aguas estrechas (Árdora)-, textos de reflexión literaria y personal -Lettrines y Lettrines II así como Carnet du grand chemin- y otros de viajes y, en filigrana, autobiográfica: La forma de una ciudad (Anaya) y Autour des sept collines. En esos trabajos, el paisaje y el tiempo siguen siendo las dos grandes preocupaciones del escritor. "En la ficción sentimos la temporalidad mucho más próxima a la del destino que en la vida", ha dicho. Si, además, los personajes de sus textos aparecen tan enraizados al decorado que logran moverse con él, también admite que "la temporalidad que reina en la ficción es mucho más inexorable que la que se desgrana en la vida real".

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