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Hogar, ¿dulce hogar...?

Que una mujer sea víctima de malos tratos por su marido o compañero sentimental no es noticia por su excepción, sino por su universalidad y extensión.

La cultura patriarcal ha diseñado una línea divisoria muy estricta entre el ámbito público y el privado: mientras que la vida pública estaba dirigida por normas legales, la vida privada se regía por normas morales. Así, la violencia que se efectuaba en el seno del hogar era aceptada y disimulada por la sociedad y la moral imperante, y a su vez, estas agresiones no encontraban su defensa en el ámbito público, por lo que la mujer que sufría los malos tratos era silenciada, ignorada y desprotegida.

En una sociedad en la que la justicia ha perseguido y castigado la violencia en casi todas sus formas y ésta cuenta con el rechazo de la sociedad, se ha silenciado y tolerado una de sus formas más crueles, la doméstica, como una circunstancia que se produce dentro de la intimidad familiar y en la que los poderes públicos y los agentes sociales no deben inmiscuirse.

Esta misma cultura patriarcal ha establecido dentro de las familias unas relaciones de desnivel de poder entre las partes: la fuerza física, el acceso a los recursos económicos y públicos, las propiedades... han dotado al género masculino de un poder muy venerado en las sociedades, que a menudo lo han hecho valer para supeditar a la mujer y también a las otras partes débiles del conflicto, que son las hijas e hijos de la pareja, los cuales, observadores o víctimas de la violencia, se convierten potencialmente en futuros agresores y posibles víctimas.

Muchas mujeres han vivido y viven sus relaciones sentimentales como un infierno. Donde se supone que deberían encontrar cariño, apoyo y cuidado, encuentran una guerra en la que siempre tienen las de perder. Dentro de la pareja se han consolidado unas confusas relaciones de amor-odio y violencia-reconciliación en las cuales la mujer suele quedar completamente anulada y cada vez con menos fuerzas para salir de ellas.

Para la erradicación de la violencia lo más importante es la prevención, y su instrumento más eficaz, la educación, una educación que introduzca nuevos valores y conceptos de relación entre sexos que ayuden a superar y contrarrestar herencias culturales transmitidas a través de generaciones en las que se han inculcado los "comportamientos viriles" y el "lugar de la mujer", así como reeducar a los adultos para que modifiquen sus pautas de relación sin necesidad de recurrir a la violencia.

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La experiencia del pasado nos tendría que aportar sabiduría para establecer otra cultura de las relaciones, en la que se pudiera implantar el equilibrio femenino-masculino, en la que el nuevo paradigma fuera el de "yo gano si tú también ganas" y fuera desapareciendo el de "para que yo gane tú tienes que perder". Durante muchos siglos la mujer, y en consecuencia los valores femeninos, han estado en el lado perdedor, y la sociedad también ha perdido la posibilidad de su valiosa e imprescindible contribución.

Según un dicho baha'i, "el mundo de la humanidad posee dos alas: una es la mujer y la otra el hombre; hasta que las dos alas estén igualmente desarrolladas no se podrá volar. Si una de las alas permanece débil, el vuelo será imposible".

El trayecto recorrido por las mujeres les ha permitido su incorporación masiva en el mercado de trabajo remunerado, eliminando, en parte, la antigua dependencia económica que tenían del hombre dentro de la convivencia familiar, y esto les ha facilitado poder exigir la desaparición de cualquier tipo de discriminación por razón de género y ha forzado a regular, mediante leyes, algunas situaciones discriminatorias para que la igualdad de oportunidades entre hombres y mujeres tenga la posibilidad de convertirse en una realidad.

En la llamada delincuencia común se atribuye la responsabilidad del acto de violencia al agresor. En los delitos de violencia doméstica, sin descargar de culpa al agresor, se hace responsable a la sociedad y se exige a los poderes públicos su prevención y su erradicación. Parece que la cultura patriarcal tiene raíces muy hondas.

En los pocos años que han pasado desde que se silenciaba la violencia hasta que su rechazo ha motivado que se denuncie públicamente, el avance social y legal en la protección de las mujeres maltratadas ha sido significativo. El valor de denunciar exige protección por parte de los poderes públicos, pero la complejidad de las situaciones de violencia doméstica y del propio funcionamiento judicial a veces lleva a un largo recorrido a las mujeres que salen del silencio y presentan la denuncia. Este largo tiempo de falta de resolución produce tal desgaste emocional que hace que muchas veces tiren la toalla y regresen con el agresor.

Por suerte ya no se da el hecho de que, frente a la denuncia por malos tratos presentada por la mujer, algún representante de las fuerzas de seguridad la envíe a casa con la recomendación de que le haga una buena cena a su marido para que se le pase el enfado.

Los mecanismos de ayuda a estas mujeres han de garantizar su protección y su reinserción en la sociedad, y que todo el proceso que han de seguir una vez han salido de casa no las lleve a una revictimización. Y es necesario un óptimo funcionamiento para animar a todas las mujeres que aún sufren en silencio su infierno a que salgan de él y, con el apoyo de una sociedad sensible a la problemática, puedan sanar sus heridas.

Que el día internacional para la eliminación de la violencia contra las mujeres sirva para que cada persona pueda hacer una reflexión sobre sus actitudes en materia de género y de las consecuencias que pueda tener en el conjunto de la sociedad. Cada actitud positiva encaminada a la igualdad de oportunidades nos llevará cada vez más lejos de esta injusta situación.

Margarida Álvarez i Álvarez es presidenta del Instituto Catalán de la Mujer.

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