Anonadados
Steven Erlanger es un periodista que ha sido corresponsal del New York Times en Europa y en la actualidad se dispone a dirigir la sección cultural del prestigioso rotativo liberal norteamericano. El pasado lunes pronunció una conferencia en el Centro de Cultura Contemporánea en la cual reprochaba a los europeos su actitud ante la situación del mundo tras el 11-S contraponiéndola a la responsabilidad con que la afrontan los norteamericanos.
Probablemente, el planteamiento en sí mismo ya es equivocado. Erlander sabe perfectamente que el pluralismo ideológico y político es una de las características de las sociedades occidentales. Por tanto, hablar de la opinión de Europa o de la opinión de Estados Unidos como dos bloques homogéneos y cerrados no se corresponde con la realidad. Ciertamente, la visión de los problemas del mundo tras el ataque terrorista a Nueva York y Washington se percibe, en general, de forma distinta a uno y al otro lado del Atlántico, debido a que los norteamericanos han experimentado, por primera vez en la historia, que su territorio es vulnerable. Pero la división de opiniones sólidamente fundamentadas no pasa tanto por la nacionalidad como por la ideología. Simplificando un poco, los conservadores tenderán a coincidir con la actual política del Gobierno norteamericano, y los progresistas tenderán a criticarla: los unos se muestran razonablemente autosatisfechos del actual orden mundial y los otros son críticos respecto al mismo. No hace falta poner nombres y apellidos estadounidenses y europeos en un bando y otro porque están en la mente de todos.
No insistamos, por tanto, en esta objeción general al planteamiento de Erlander y vayamos al contenido de sus palabras. Tras el 11-S, dice Erlander, "los norteamericanos sienten que están en guerra y los europeos no". Y añade: "Europa es una tierra de fantasía, un paraíso burgués maravilloso que no piensa que lo que está creando valga la pena ser defendido. No entiende lo que es Al Qaeda. ¿Por qué están dispuestos a luchar los europeos? Es una pregunta que los europeos nunca se hacen, y esto me deja anonadado".
Sinceramente, el anonadado soy yo ante tal planteamiento. Pocas veces he visto una forma de expresarse más en consonancia con aquellos que sólo admiten, ante la complejidad de los grandes problemas, la simplicidad del pensamiento único. A Erlander le diría, ante todo, tres cosas. Primera, si la lucha es contra el terrorismo la solución no es la guerra contra Estados -contra Afganistán, por ejemplo, y menos aún contra Irak, que nada tiene que ver con el terrorismo del 11-S-, sino las medidas adecuadas para acabar con los terroristas, medidas muy distintas a las guerras convencionales. Segunda, estas medidas deben llevarse a cabo de acuerdo con el derecho internacional, cosa que en absoluto respeta el actual Gobierno de Estados Unidos. Tercera, la peor fórmula para combatir el terrorismo es abonar el terreno en el cual éste encuentra su caldo de cultivo. En definitiva, aquellos que discrepamos de la política de Estados Unidos en esta materia no es que no queramos defendernos de quienes atentan contra la libertad y la democracia, sino que creemos que su política no va dirigida a combatir el terrorismo, sino que tiene otros, y más inconfesables, objetivos.
La solución a los graves problemas con los que nos enfrentamos a principios del siglo XXI no pasa por declarar la guerra al margen del derecho, ni por olvidar y fomentar el profundo malestar existente en el mundo debido a las políticas desarrolladas desde los centros de poder occidentales.
¿No es profundamente injusto que desde hace 30 años la banca y los gobiernos occidentales estén cobrando los intereses de una deuda a países cuyo pago les impide una capitalización que imposibilita su desarrollo económico? ¿No es contradictorio con la libre competencia las masivas ayudas a los agricultores occidentales que imposibilitan que el Tercer Mundo pueda vender los escasos bienes que posee? ¿Se respetan las reglas de la libre competencia en la fijación de los precios de numerosos minerales necesarios para la industria occidental, empezando por el petróleo? ¿No es contradictorio que nos estemos quejando del aumento del tráfico de drogas cuando permitimos, fomentamos y nos beneficiamos de los paraísos fiscales, piezas clave para el blanqueo de las cuantiosas ganancias que este tráfico produce? ¿No es profundamente contradictorio con el principio de igualdad, proclamado solemnemente en las constituciones de los países democráticos, que los billones de dólares que afluyen a las bolsas mundiales apenas paguen impuestos cuando a los trabajadores de estos mismos países se les deducen en el mismo momento de abonarles el salario? ¿No es contradictorio con el mismo principio de igualdad que a los inmigrantes del Tercer Mundo que acuden a estos países occidentales porque se necesita mano de obra barata se les discrimine y no se les otorgue la nacionalidad -es decir, la plenitud de derecho- hasta pasada, en el mejor de los casos, una generación?
Todas estas preguntas no forman parte del debate político diario en Estados Unidos y en Europa, sociedades sólo preocupadas por el aumento de su riqueza y del reparto de la misma en el interior de sus respectivos Estados y no de lo que sucede en el resto del mundo. ¿No sería, quizá, el momento de cambiar los tópicos del discurso político en Occidente, del discurso políticamente correcto, y dar paso a una nueva cultura política que se tomara la globalización en serio, tan en serio, por lo menos, como se ha tomado en el último siglo el reparto de la riqueza, de la libertad y de la igualdad, en el interior de los Estados occidentales?
El terrorismo, en tanto que mata a víctimas inocentes, es injustificable. El orden económico, social y político del mundo, también. Quizá el señor Erlander no ha entendido que algunos -en Europa y en Estados Unidos- no queramos defender lo injustificable.
Francesc de Carreras es catedrático de Derecho Constitucional de la UAB.
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