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Columna
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La autoridad

Anda maltrecha, en casi todas sus acepciones, lo que no estoy seguro de que sea bueno, ni tampoco malo o regular. La inicial, la de los padres sobre sus hijos, está, prácticamente, por los suelos y no es un fenómeno reciente, sino contemporáneo. Aún viví los risibles tiempos en que había que estar en casa a las diez, con escaso margen y benevolencias hacia el género masculino. Creo que aquel rigor propiciaba que los varones quisieran independizarse al cumplir la mayoría de edad y las mujeres -así estaba constituida la sociedad- vieran en el matrimonio la liberación del incómodo yugo paterno. Las madres creían conocer la naturaleza femenina e imaginaban los riesgos y percances que acechaban a las muchachas. En todo caso, el marido se presentaba como presunto amo y señor cuya severidad y candor eran cuestionables. De lo que no cabe la menor duda es que la autoridad sea algo que se impone desde fuera y su ejercicio implica, al tiempo, tutela y amparo.

Produce hoy accesos de hilaridad incrédula el que hubiera en Madrid unos seres benéficos y vigilantes que se llamaban serenos, poseedores de la llave de todos los portales, suministradores de unas largas cerillas para alumbrar la nocturna escalera, cuando no existía la iluminación automática, portador de un garrote como todo arma que, en realidad, les servía para golpear los adoquines y facilitar su localización. El sereno fue una autoridad reconocida en los estrados correspondientes. Los municipales también tuvieron su modesta jurisdicción, indispensable en los barrios madrileños, entre el siglo que iba de mediados del XIX a los del XX. En nuestros días, lo más parecido y aleatorio son los porteros de las discotecas, que no disfrutan de amparo legal ni de otro imperio que el de sus puños o sus matracas.

El ciudadano detesta la autoridad y la imposición, en la misma medida que la reclama cuando ve peligrar sus derechos o integridad. No es sólo achacable al presunto acierto del alcalde de turno. Arias Navarro, antes que ministro y presidente del Gobierno, desempeñó la más alta responsabilidad municipal, designado por un dedo omnipotente. Es un personaje de nuestra historia reciente que detesto, pero hizo unas cuantas cosas por la ciudad, quizá más que el que se ha llevado la palma de la popularidad, Enrique Tierno, que llegaba tarde a su despacho y no acabó con Madrid por pereza y porque no tuvo tiempo.

Utilizo a menudo el tren, que suelo tomar en la estación de Atocha, y voy en taxi por causa del equipaje, aunque sea somero. Al pasar el tramo del paseo del Prado, entre el ala sur del museo y el principio del Jardín Botánico, se rueda sobre un incómodo pavimento de adoquines, cuya conservación ha sido misteriosa para mí y supongo que para cuantos hacen ese recorrido. Un taxista me comenta que fue una disposición de Tierno Galván, al parecer para que los forasteros pudieran reconocer el empedrado de la capital, tal como subsistió durante muchos años. Dado que nunca se me hubiera ocurrido otra interpretación a ese incómodo capricho, la doy por buena. Ahí prevaleció la autoridad de un regidor.

Dicen que el munícipe (habitante del municipio, además de los que formen el equipo gestor) madrileño es anárquico, desordenado y desobediente. No lo creo así. Va parejo con los habitantes de cualquier gran ciudad, aunque sospecho que no está bien administrado, y las disposiciones de policía y buen gobierno son desacertadas, desprovistas de legitimidad, vigor y acierto. Quitaron los serenos hace apenas treinta y cinco años y las calles no son amparadas por agentes idóneos. Unas veces van a pie, en parejas, solos, rondando en automóvil o recorriendo zonas extensas en bicicleta. Lo que mejor se les da es imponer multas que luego casi nadie atiende, ausentes de los lugares más conflictivos en cuanto a la circulación rodada, y no hablemos de las zonas periféricas y los nuevos barrios donde apenas se atreven a llegar las ambulancias y los bomberos.

Sostengo que la salud de la metrópoli, como entidad colectiva, descansa en la existencia de una competente y originaria autoridad que sirva de referencia, información y auxilio cuando sea requerida. Poco se ha mejorado, en este sentido, desde los tiempos en que la pareja de guardias de La verbena de la Paloma decidía dar una vuelta a la manzana para no meterse en líos.

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