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¿Quién va a ganar las elecciones generales?

Antes del verano, muy pocos se hacían esta pregunta que ahora se hace todo el mundo. Algo ha cambiado en el ambiente estos últimos meses, como reflejan y confirman los sondeos del otoño.

Los datos publicados estos días por el CIS muestran en qué medida los españoles perciben, de forma mucho más negativa que a principios de año, la situación política y económica. La confianza que suscita el Gobierno y la valoración de su gestión acusan un descenso de 12 y 14 puntos, respectivamente, desciende la valoración de Aznar y mejora la de Zapatero, la media de las posiciones ideológicas vuelve a girar a la izquierda, el PP ha perdido cinco o seis puntos en intención explícita de voto mientras el PSOE ganaba otro tanto, y lo mismo ocurre cuando se les suman los simpatizantes. La diferencia de 10 puntos entre PP y PSOE, que parecía mantenerse firme desde las elecciones del año 2000, ha desaparecido o se ha reducido a lo que algunos llaman un empate "técnico".

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Y ésa es la gran novedad de este último trimestre de 2002. Que el Gobierno ha dejado de parecer invulnerable, mientras la oposición empieza a ser identificada como posible alternativa, que nadie tiene asegurada de antemano ni la victoria ni la derrota y que cualquiera de los dos puede ganar en 2004. De aquí a entonces pueden ocurrir muchas cosas y, por tanto, resultaría insensato formular a estas alturas un pronóstico definitivo. Lo único que ha ocurrido hasta ahora, y no es poco, es que la relación de fuerzas entre PP y PSOE se ha equilibrado, y eso genera una dinámica nueva y previsible en las pautas de competición entre ambos.

Uno de los aspectos más apreciables de la nueva situación es la confusión y el desconcierto que le viene creando al PP la sensación de estar perdiendo pie, mientras sube el PSOE, de notar que el viento ha dejado de empujarle desde atrás y empieza a soplarle de cara, de sentir el vértigo de que puede perder, lo que se traduce en una insólita acumulación de errores, incomprensible de otra manera. Su zigzagueante e ininteligible estrategia con los medios de comunicación, sean o no de su propia órbita, es quizá uno de los ejemplos más llamativos. A eso puede sumarse la incapacidad de Aznar, Rato, Rajoy y Zaplana para ofrecer una misma explicación sobre la rectificación del decretazo y sobre las razones que la aconsejaron, las declaraciones de Cascos y Aznar sobre el precio de la vivienda, la desaparición del Gobierno ante la catástrofe del Prestige, las contradictorias críticas de Aznar y Rato a la propuesta económica de Zapatero o la arremetida contra él, ésa sí que orquestada al unísono por los principales dirigentes populares, acusándole de representar una amenaza para la estabilidad constitucional de España.

Por supuesto que el Gobierno y el PP no tienen el monopolio de los errores, pero es sintomático que en tan poco tiempo estén cometiendo tantos y tan perjudiciales para su credibilidad y para la imagen de unidad, competencia, modernidad y moderación que, con tanta dedicación y éxito, habían cultivado desde 1996. El hecho de que reaparezca de nuevo su vieja imagen de partido añejo, socialmente insensible, intolerante, desmesurado y bronco, la imagen del partido que protagonizó la crispación, sugiere hasta qué punto la ofuscación le impide afrontar la situación serenamente y tomar en consideración las diferencias con el escenario de hace una década. Parafraseando a uno de sus portavoces, sus dirigentes parecen preguntarse cómo evitar que en unos meses llegue Zapatero tras seis años sin conseguir echar del todo a González.

Por otro lado, no es ningún secreto que el PP tiene un grave problema de liderazgo. La incertidumbre sobre la sucesión de Aznar le plantea ya muy serios inconvenientes, tanto en el partido como en el Gobierno, y se los va a seguir planteando en los próximos meses. Por contraste, el PSOE, después de muchas dificultades, se ha unido sin fisuras en torno a Zapatero, que no sólo es preferido por la ciudadanía a cualquiera de sus posibles competidores, sino que probablemente irá aumentando esa ventaja en los próximos meses, porque su forma de hacer política encaja mejor con los gustos políticos de los españoles, porque suma a sus críticas propuestas alternativas y porque los ataques que le hacen resultan tan exagerados, carentes de fundamento y fuera de lugar que, en vez de afectarle, evidencian el nerviosismo, la desmesura y la rigidez de quienes los hacen en detrimento de su propia credibilidad.

En una situación de equilibrio, lo lógico es que el PSOE en alza perfile una estrategia expansiva basada en propuestas positivas orientadas a recuperar el voto de la izquierda desmovilizada, poniendo el acento en la agenda social, y a incorporar el voto del centro progresista, poniendo el acento en un nuevo esfuerzo de modernización, la regeneración de los valores e instituciones democráticos y una visión de España basada en el respeto a la diversidad y el pluralismo. Parece igualmente lógico que el PP se atrinchere en una estrategia más bien defensiva orientada de forma negativa a descalificar al adversario para retener a su electorado, poniendo el acento en algunas cuestiones transversales, como la lucha contra el terrorismo y el problema vasco, el nacionalismo español, la inseguridad ciudadana, la inmigración o los impuestos, una agenda más en sintonía con los sondeos, pero más lejana de las preocupaciones reales de la ciudadanía que la de sus principales adversarios.

En todo caso, si en los meses anteriores a la consulta los resultados siguen siendo inciertos, el PSOE contaría con una ventaja adicional: la participación crecería sensiblemente y eso le favorecería de manera especial, ya que es en la izquierda donde se encuentra la mayor bolsa de abstencionistas movilizables y, además, porque, a diferencia de lo que ocurría hace unos años, los nuevos votantes vuelven a inclinarse de forma preferente hacia los socialistas. Al iniciarse esta campaña, que promete ser la más larga e intensa de estos últimos 25 años, el PP arranca, pues, en desventaja en lo que se refiere a liderazgo, capacidad de movilización, credibilidad, imagen y claridad de ideas, pero no es una desventaja insuperable. No lo es porque la política presupuestaria, su acceso privilegiado a los medios de comunicación y su extraordinaria capacidad financiera le confieren una importantísima ventaja en una campaña tan larga.

De cualquier modo, la dinámica generada por el equilibrio actual entre PP y PSOE puede verse seriamente alterada por la que generen las elecciones municipales y autonómicas del año próximo. En mayo, en esas elecciones cabe contemplar dos escenarios muy distintos: que PP o PSOE consigan imponerse sin ningún género de dudas o que ninguno de ellos se alce con una victoria indiscutible ni sufra una derrota significativa. En el primer caso, desaparecería la incertidumbre y el ganador recibiría un primer impulso tanto en su moral como en sus expectativas. En el segundo caso, que es el que anticipa estos días la macroencuesta del CIS, se mantendría la incertidumbre y todo dependería de los avances y retrocesos de cada cual en algunas comunidades y municipios de importancia simbólica. Mucho más decisivo puede ser lo que ocurra en mayo en el País Vasco y en octubre en Cataluña.

En el País Vasco la competición no tendrá lugar principalmente entre PP y PSOE, que compartirán algunos objetivos, aunque con estrategias distintas, sino entre ambos y los nacionalistas. En esas elecciones está en juego el control de las grandes ciudades y las diputaciones. Lo más probable es que, además, los nacionalistas politicen esas elecciones dándoles una dimensión "nacional". Si se imponen en Álava y Vitoria y avanzan en los pequeños municipios, beneficiándose de la ausencia de Batasuna, Ibarretxe podría pisar el acelerador para impulsar su proyecto abriendo un escenario de imprevisibles consecuencias tanto en el País Vasco como en el resto de España, pero también cabría la posibilidad de que, investido de nueva fuerza, serenase sus ánimos y modulara sus ritmos en espera de tiempos mejores. En todo caso, habría que evitar una campaña similar a la de 2001, que, como entonces, termine movilizando más al electorado nacionalista que al propio. No será fácil, como no lo es anticipar la repercusión de cualquiera de los resultados probables sobre las generales de 2004.

Lo que ocurra luego en el otoño en las elecciones al Parlament de Cataluña podría ser determinante, pero sigue siendo incierto. Es evidente que el PP cobraría nuevos ímpetus si la presencia de Piqué le diera un fuerte impulso en Cataluña o si, junto con CiU, consiguiera evitar la llegada de Maragall a la Generalitat, como es evidente que, si se impone Maragall, el PSOE entrará en la recta final de la campaña con grandes probabilidades de éxito. Lo cierto es que los sondeos difieren hoy de forma muy significativa y, aunque es verdad que la política catalana tiene sus propios códigos, resulta llamativo y sorprendente que, a la vez que el PSOE avanza a nivel nacional, algunos sondeos sugieran que los socialistas catalanes han empezado a ceder posiciones. Lo que sí está claro es que esa incertidumbre puede convertir a Cataluña en el escenario donde se dilucide casi todo.

De aquí a entonces pueden ocurrir muchas cosas cuyo impacto es imposible anticipar. No sabemos si habrá guerra en Oriente Medio, ni, en su caso, con qué costes. Ni siquiera Greenspan parece saber si la economía mundial va a despegar por fin o si EE UU y Europa van a entrar en una fase de recesión a la japonesa. No sabemos si se desvelarán los misterios de Gescartera, ni si pueden estallar otros escándalos en los próximos meses. Ni siquiera sabemos cuál va a ser el candidato del PP a la Presidencia del Gobierno y, casi con seguridad, ni el propio Aznar lo sabe todavía. Y, sin duda, en este tiempo caben innumerables sorpresas y golpes de efecto. Y no sólo, aunque muy probablemente también, en este último punto.

Julián Santamaría Ossorio es catedrático de Ciencia Política en la Universidad Complutense.

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