Libros a la carta
Difícilmente podrá encontrarse en el mundo capitalista un sector tan peculiar como el de editar libros. Si existiera alguien que todavía no se hubiera enterado, la más reciente y tan mentada crisis se lo habrá enseñado. Por supuesto que no me refiero al editor de guías de carreteras, libros de cocina o de consejos sentimentales -aunque también para éstos las cosas se están poniendo difíciles-, sino, sobre todo, a esas casas editoriales que quieren que la literatura llegue a la gente. Es un oficio muy peculiar, muy ligado a las personas, cargado de restos patriarcales, conmovedor, ambicioso y absolutamente imposible de ejercer basándose en cálculos exactos. Generalmente se paga mal, los beneficios son mínimos y los riesgos son criminales. Nada de esto es nuevo, casi siempre ha sido así.
No han faltado los intentos de cambiar este estado de cosas. Las grandes empresas han entrado en este negocio, ávidas de cuota de mercado, con el objetivo de obtener un rendimiento a su inversión del 10%-15%. Es sabido que los estrategas de las finanzas se distinguen por su total desinterés por el producto mismo. Sus criterios literarios son impetuosos y pueden resumirse en una frase: lo que no da beneficios en seis meses, muere. Afortunadamente, no es posible predecir ni los éxitos ni los fracasos. Por eso, los caballeros negros de la gran fusión no se han visto libres de decepciones, y alguno, buscando la salvación en la megalomanía, tiene que intentar ahora desembarazarse de lo que en otro momento se adjudicó a cualquier precio. Anticipos imposibles de amortizar, crisis de sobreproducción, competencia de aniquilación, beneficios a la baja y despidos, factores que han conducido a un ambiente más bien sombrío en los despachos de sus máximos ejecutivos. Las grandes empresas tuvieron que constatar que con los libros no se logran grandes ganancias, y para su sorpresa se ha demostrado que las editoriales literarias pequeñas y medianas, en contra de lo que se había vaticinado, no han desaparecido de la escena. Por razones que dejan algo perplejos a los consultores de empresas, estas editoriales siguen en la lucha. ¡Viva el anacronismo!
Pero ¿cómo es posible? Intentemos valernos de una comparación para solucionar este enigma. El único sector en que se encuentran estructuras similares a las del mundo editorial es el de la gastronomía. Éste también tiene unos aires anticuados. Siguen existiendo esos restaurantes pequeños y medianos con el orgullo y la ambición de servirle al cliente algo exquisito. En este mundo el beneficio no es lo único importante, se pretende también la fama, la calidad; y también aquí se han presentado las grandes empresas con la intención de conquistar el mercado y arruinar a los establecimientos tradicionales. Tanto aquí como allí han inscrito en sus banderas la obtención del máximo beneficio y el desinterés por el producto, y aquí han tenido más éxito que sus hermanos en el negocio editorial. Probablemente la razón sea que la hamburguesa es más fácil de estandarizar que el libro, y que el hambriento es menos complicado que el lector.
Puede que la comparación desagrade a espíritus platónicos, pero se puede demostrar perfectamente con argumentos económicos. Quizá incluso nos permita llegar a algunas conclusiones razonables. Al igual que en la gastronomía, los editores literarios tienen que actuar en un mercado partido en dos; sólo que han preferido hacer caso omiso de ello, en lugar de enfrentarse valientemente con esta situación, como los restauradores. La producción de libros es, que yo sepa, el único sector en el que -para seguir con la comparación- una hamburguesa cuesta exactamente lo mismo que un filete de solomillo, y una porción de patatas fritas lo mismo que un pastel trufado. Miremos donde miremos, ya se trate de vestidos, joyas, porcelana o muebles, en todas partes la calidad de primera es más cara que la mercancía de baratija, menos en los libros. Esto es sumamente peculiar, por no llamarlo demencial. Cualquier cálculo económico que merezca ese nombre muestra que eso no puede ser. Mas un acendrado hábito, por lo demás perfectamente digno, impide a los editores exigir precios razonables.
Veamos un ejemplo: durante muchos años, en Alemania se consideró un precio de venta al público de cincuenta marcos como un umbral mágico. Una novela bien encuadernada no podía costar ni un céntimo más. Todo el sector creía firmemente en este principio. Y de manera férrea se respetaba el umbral sagrado de 49,80 marcos. Muy pocos se atrevieron a hacer la prueba publicando libros al precio de 54, 56 o 58 marcos y, ¿qué pasó? Para sorpresa general, el público aceptó estos precios, y los pedidos no disminuyeron, de la misma manera que un restaurante no se vacía porque su menú sea bastante más caro que el de la pizzería de al lado. Todo mercado escindido tiene que conducir a precios escindidos. Esta idea es nueva en el mundo del libro y, como con toda nueva idea, hay que acostumbrarse a ella. Hasta hace poco un libro de bolsillo, fuera de Rosamunde Pilcher o de Jorge Luis Borges, de Uwe Johnson o de Konsalik, costaba menos que una entrada de cine. Pero da la impresión de que, en el futuro, quien no quiera pagar más por la calidad, tendrá que renunciar a ella. Puede que esta regla no sea especialmente filantrópica, pero nadie podrá ignorarla a la larga sin sufrir ciertas consecuencias. Porque el resultado es pura y simplemente la desaparición del producto de calidad. Otro error de cálculo económico de este sector es el de los derechos secundarios. La expresión proviene de una época en que estos derechos eran realmente un asunto secundario. Algún empleado de menor rango arrinconado en un recóndito despacho era quien se ocupaba de su explotación. Por aquí la licencia para una antología, por allá una emisión para la radio y, en casos más excepcionales, unos miles de euros por unos derechos de traducción. Hoy estos derechos ya no son un asunto marginal, sino que constituyen la única posibilidad de lograr un margen de beneficios que mejore algo el obtenido por los ingresos del comercio del libro. Cualquier editorial literaria que carezca de un departamento de medios y comunicación que funcione con profesionalidad corre el peligro de desaparecer antes o después. Sin la explotación de los derechos no se cuenta con la base para poder subvencionar la producción de aquellos títulos que no garantizan tiradas elevadas. Por cierto, que también en este aspecto las editoriales podrían aprender de la gastronomía. Ésta ha conseguido sobrevivir sólo gracias a que ha sido capaz de extraer beneficio económico de los derechos secundarios. En su caso son las bebidas, que es donde ganan dinero. Una buena bodega subvenciona en todos los restaurantes de categoría a la cocina, por la sencilla razón de que en los vinos el margen es mayor. Los canales de distribución son probablemente causa de otras oportunidades, riesgos y resultados secundarios. Según la más venerable tradición, el precio de un libro se duplica desde que sale de la editorial hasta que llega al lector. Las grandes superficies comerciales están trabajando
para incrementar todavía más esta cuota. Más temprano o más tarde, la consecuencia será que los títulos minoritarios desaparezcan del mercado. Quien quiera seguir publicándolos tendrá que desplegar en el futuro mucha imaginación: la adquisición por Internet, la producción ajustada a la demanda, la impresión descentralizada, la reducción de los gastos de almacén, el abandono del comercio mayorista, el envío directo al comprador mediante el establecimiento de agencias especiales; en pocas palabras, algo menos de rutina y algo más de fantasía.
Y todavía podemos seguir desarrollando un poco la comparación con el mundo de la gastronomía. El que quiere comer y beber bien dispone de una serie de ayudas y guías: no sólo el viejo conocido Michelin o el más moderno Gault-Millau, sino todas las guías de restaurantes de que dispone cada país europeo y en las que se puede averiguar lo que ofrece cada restaurante y a qué precio. El comensal tiene cómo elegir. Por el contrario, el pobre lector ha estado hasta ahora dependiendo de sí mismo. Entre decenas de miles de nuevas publicaciones tiene que encontrar lo que quiere, leerse unas críticas y recensiones larguísimas en una docena de periódicos y revistas, y al final, en una editorial casi nunca sabe quién es el jefe de cocina y el sumiller que le garanticen que le van a dar algo bueno. Así que quizá no sería mala idea publicar anualmente en cada país una guía de editoriales y librerías. Un manual así, de fácil manejo, elaborado por inspectores severos, independientes y temidos, no debería tener vacilaciones a la hora de separar el trigo de la paja.
La primera parte podría servir para que el lector tuviera una primera información sobre las editoriales existentes. ¿Se trata de fábricas o de talleres de artesanía? ¿Qué le espera al cliente, comida rápida o trabajo minucioso? Se examinaría así de forma completa toda la programación del mercado. Los criterios serían no sólo el perfil, el calibre literario, la emoción de descubrir algo nuevo, la valentía de tomar riesgos o las especialidades de cada editorial, sino también la encuadernación, la tipografía y la calidad y durabilidad de sus libros. Luego, en la segunda parte, el lector se enteraría de qué libreros tienen la oferta que necesita cada clientela: selección de títulos, conocimiento y profesionalidad, servicio. De esta forma, una minoría que no quiere que la engañen se orientaría siguiendo no estrellas y gorros de cocinero, sino, en nuestro caso, unos bonitos símbolos, adecuadamente diseñados, como por ejemplo pequeños cometas rojos y negros, y otorgados con criterio muy selectivo. Pues para la literatura también se puede aplicar el viejo dicho de que el apetito se despierta comiendo.
Hans Magnus Enzensberger es escritor alemán, premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades. Su último libro es Los elixires de la ciencia (Anagrama).
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.