¿Tendremos que repetir "no pasarán"?
Hace unos años, en Tolmezzo (Carnia), un viejo partisano, Romano Marchetti, me regaló la fotocopia de un documento curioso. Marchetti había sido uno de los comandantes de la brigada Osoppo, la formación partisana democrática que, mientras combatía contra nazis y fascistas, fue atacada a traición, en la matanza fratricida de Malga Porzus, por un grupo comunista cómplice de las intenciones anexionistas de Tito respecto a la región de Venezia-Giulia. Pero el documento -que el historiador Renzo de Felice me dijo poco después que conocía, pero que no había publicado- se remontaba a una época mucho más antigua. Era el informe con el que su padre, Sardo Marchetti, director pedagógico de la escuela elemental de Tolmezzo, explicaba por qué no confirmaba en su cargo, al acabar el curso de 1907, a un maestro suplente llamado Benito Mussolini (1). El director expresaba su opinión con pesar, porque reconocía en aquel docente provisional unas dotes indudables, laboriosidad, "una notable disposición para el arte educativa" y "recursos intelectuales poco comunes", anuladas, desgraciadamente, por la falta de método, la desorganización, el desorden y la dificultad para imponer disciplina a los escolares del segundo curso elemental.
Este testimonio de una Italia vieja y desaparecida me empujó, en un artículo publicado en el Corriere della Sera, a recordar con simpatía humana a aquel suplente chapucero, pero afectuoso con los alumnos, que se ganaba una vida miserable con 75 liras al mes y, con sus inconexas pasiones socialistas y anticlericales, se abandonaba a gestos extravagantes pero generosos de protesta revolucionaria, amores pendencieros y vagos sueños de justicia social. Un enseñante confuso, pero que no escatimaba con los chicos; un hombre que, como decía la ficha de su director, si se hubiera aplicado de forma ordenada, "habría podido alcanzar un resultado mucho mejor", habría podido llegar a ser algo mejor que un duce.
Si se publicase hoy aquel viejo artículo, podría resultar ambiguo. Esa simpatía por el suplente Mussolini podría parecer esclava de la insinuante y aberrante falsificación de la historia y la memoria que va asentándose, cada año más, en Italia. El revisionismo histórico inicial, entonces objetivamente motivado por la necesidad de reexaminar o integrar la historiografía de los vencedores y, sobre todo, de corregir la retórica antifascista, se está convirtiendo, cada vez con más descaro, en una rehabilitación o incluso una celebración del fascismo y las peores cosas. En el clima político-cultural dominante, hay una negación agresiva de los valores de la democracia y la Resistencia, que tal vez nos obliga a regresar a lo que esperábamos y creíamos no estar ya obligados a ser, es decir, unos antifascistas intransigentes.
Yo crecí, como muchos amigos míos, en una familia y una atmósfera de tradición tranquilamente democrática, que me inculcó que las opiniones firmes eran compatibles con la piedad por los vencidos y la comprensión -que no significa justificación- de las causas históricas, las responsabilidades generales y las pasiones que pueden llevar a error a los individuos y las comunidades -y a nosotros- y desembocar en decisiones desastrosas y acciones culpables. En esta concepción, el fascismo derrotado y acabado era un doloroso capítulo de la historia de Italia, un fenómeno que había sido justo y necesario combatir. Se comprendían los motivos que lo habían engendrado y los sentimientos que había suscitado, estaba marcado por sus aspectos más infames (de la violencia de las escuadras a las leyes raciales o la irresponsable entrada en la guerra); se valoraban con objetividad algunos resultados positivos y los fermentos contradictorios, a veces no tan innobles, que, sobre todo al principio, empujaron a algunos espíritus generosos a creer en él, aunque luego, muchas veces, acabaran convirtiéndose en opositores. Hacía y hace falta comprender cómo y por qué hombres como, por ejemplo, Pietro Iacchia, que cayó combatiendo contra los franquistas en España, creyeron al principio en el fascismo, y cómo y por qué hubo hombres rectos que creyeron en la República de Salò (2).
El requisito previo de dicha comprensión era la condena inequívoca del fascismo como régimen democrático no liberal, como ideología chauvinista y, a veces, racista, y como movimiento totalitario. De mi padre, Duilio, mazziniano, antifascista del Partido de Acción y luego republicano, aprendí a no llamar jamás "fascista" al que expresa opiniones a las que me opongo o que incluso detesto. Recuerdo con enorme afecto a un primo mío queridísimo, muerto a los 18 años en las filas de Salò, y no se me pasa por la cabeza considerarme mejor que él, entre otras cosas porque mi edad no me dio la posibilidad de hacer la misma elección desastrosa que él; que es evidente que fue desastrosa, porque, si la causa por la que él murió hubiera vencido, el mundo se habría transformado en un Auschwitz.
El fascismo, pues, era una historia que ya había superado la hoguera, precisamente porque el antifascismo era el fundamento indiscutible de la vida civil; nos parecía inútil y, a veces, fastidioso o fraudulento, profesarlo retóricamente o, peor aún, usarlo en la lucha política del momento, nueva y distinta. Incluso en mi región, en los confines orientales de Italia, donde la brutalidad fascista doblemente salvaje y estúpida había hurgado en las antiguas heridas entre italianos y eslavos y había desencadenado espirales sin fin de violencia y venganza, parecía posible, por fin, vivir en una tranquila normalidad democrática que no necesitaba enarbolar todo el tiempo la fe en la democracia y el valor de la convivencia armoniosa y el respeto recíproco. Sí, pensábamos que el antifascismo se había terminado porque ya no era necesario, en el sentido en el que lo anunciaba un gran poeta enemigo del fascismo y huido a París, Giacomo Noventa.
Pero todas esas cosas son posibles sólo sobre la base de una condena del fascismo tan definitiva que no sea necesario ratificarla; son posibles sólo si todo el mundo está de acuerdo, como dijo hace tiempo Gianfranco Fini, en que, en el 43, la parte que tenía razón era la Resistencia. A partir de ahí se puede entender y respetar a quien se encontró en el otro bando y dar por acabado para siempre el contencioso. La unidad de un país no es una papilla en la que se mezclen los extremos opuestos y se obtenga la media sino la elección de un sistema de valores en el que nos reconocemos. Un patriota como De Gaulle no construyó Francia a partir de una vía de enmedio entre la Resistencia y Vichy, sino sobre los Compagnons de la Libération; el himno patriótico fran
cés, La Marsellesa, no es un revoltijo de todos los contendientes, sino la expresión de una opción precisa en un momento de lucha, una opción en la que el país reconoce su propia identidad.
Sin embargo, en Italia, desde hace algún tiempo, esa base implícita se está socavando poco a poco; no hay revisiones históricas serenas, sino una sorda apología de los peores aspectos del pasado. Los límites de la decencia se desplazan peligrosamente. En nuestras fronteras orientales empieza a ser problemático o embarazoso honrar a las víctimas de la Shoah o el fascismo y se reavivan de forma irresponsable los odios nacionales y étnicos que ensangrentaron y mutilaron las fronteras y que oprimieron ferozmente a los eslavos y, más tarde, a los italianos. El patriotismo está manchado de un nacionalismo regresivo, casi de racismo, y es un verdadero ultraje al sentido del amor a la patria.
Los responsables de este retroceso no son forzosamente los representantes del partido descendiente del fascismo, la Alianza Nacional, al que hay que reconocerle -más en el centro que en la periferia- un progreso sustancial hacia la democracia; el ministro Tremaglia es uno de los escasos rostros humanos y leales del Gobierno actual. La responsable de esta involución es una nueva clase chabacana, alejada del fascismo histórico y de su tragedia e indiferente a todo valor democrático y civil, al propio sentido del compromiso político como valor y a cualquier idea. A esta clase política -y no sólo política-, con la conciencia abotargada, le trae sin cuidado lo que ocurrió en la Risiera di San Sabba (3); y ha comprendido que, por fin, puede airear sin tapujos ese pasotismo, que antes estaba frenado por normas morales interiorizadas, aceptadas o hasta sufridas, por las autoridades tradicionales, políticas o religiosas, por las reglas de la decencia cívica, por la conciencia e incluso, a veces, por la hipocresía, que en ciertos casos es un obstáculo para la indecencia, un homenaje -aunque forzado- del vicio a la virtud. Es como si amplios grupos de paletos morales, alentados por la desaparición de la elegancia -que hace que nuestra sociedad se parezca al mundo dostoievskiano del "todo está permitido"-, descubriesen que, por fin, se les permite meter el dedo en la nariz incluso en la mesa, y se precipitaran a hacerlo.
Las vulgaridades son un aspecto de este totalitarismo indefinido que se dilata como una papada. Sería triste que, ante esta agua que sale de las alcantarillas, nos viéramos obligados a regresar a las trincheras de antaño y a repetir patéticamente "no pasarán". Como dice Manzoni, los prevaricadores son culpables, no sólo del daño que hacen a sus víctimas, sino también de los males y errores en los que caen, como reacción, estas últimas. Por suerte, también sus torpezas pueden ser involuntariamente útiles: quien propuso, hace meses, proclamar el 25 de abril como fiesta italiana y de la Resistencia creía que estaba negándola y, sin embargo, le rindió homenaje sin proponérselo, al demostrar, precisamente, que la fiesta de todos los italianos puede ser el 25 de abril, y no el día de la marcha sobre Roma.
Por lo tanto, sigamos recordando con respeto humano a aquel suplente no contratado de 1907, sin dejarnos inquietar por lo que queda en el fango. El hermano del gran estudioso de mística judía Gershom Scholem era un ferviente admirador de la cultura alemana, en su opinión la más elevada de Europa. Después de sobrevivir a la Shoah, habitaba de viejo en Israel cuando, en una ocasión, un periodista le preguntó, en tono petulante, si seguía creyendo en la grandeza de la cultura alemana. "Por supuesto", respondió, "no basta un Hitler cualquiera para hacerme cambiar de idea".
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