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Crónica:A PIE DE PÁGINA
Crónica
Texto informativo con interpretación

Antoniño clavel rojo II

La que me llamaba Antoniño clavel rojo insinuó que Beethoven y Bach eran difíciles, opinión idiota ya que me bastaba, con la experiencia del stick, golpear con fuerza el piano con la misma energía con la que zurraba a Manuel Luís, que era gordo y miedoso. De modo que apilé los libros de música en el taburete, me acomodé encima, le solté unos puñetazos al instrumento, mi tía Madalena comenzó a retroceder en la silla suplicando

-Para

y la que me llamaba Antoniño clavel rojo dio a entender, con cautela, que existía la posibilidad

(¡remota!)

de que Bach y Beethoven no fuesen, tal vez, del todo así. Producían, desde su punto de vista, un arte exigente y complejo, la misma exigencia y complejidad

El niño acabó siendo escritor, pero confío en que no abandone su condición de borrico

extrapolé yo

que impone una máquina cortacésped. Y por primera vez en la vida admiré los laberintos intelectuales de Marciano y comprendí que el

-Puerta

revelaba el poder de síntesis de los espíritus superiores. En casa de mis abuelos, de vez en cuando, se hacían una especie de recitales, con filas de sillas frente al piano. Con ellos venían los ojos cerrados, con ellos los temblores de cabeza, los saltos en el taburete y con ellos, sobre todo, venían esos seres extravagantes que producían una música aburridísima. Desde mi punto de vista, las personas aplaudían de alivio y yo allí sentado me revolvía de aburrimiento, con una de las piernas dormidas, soñando con la sobrina de la costurera a quien le tiraba los lazos de las trenzas, suprema prueba de amor que ella nunca entendió, entre otras pruebas de amor tales como zancadillas y empujones. ¡Qué idiotas son las mujeres desde pequeñas! A veces una señora, apostada junto al artista, pasaba las páginas de la partitura con veneraciones de misal y yo comprobaba, desesperado, que faltaban muchísimas. (Aún hoy me ocurre, durante los discursos, intentar adivinar su volumen, calcular el final de mi tormento auditivo). Pero todo el mundo, por lo menos, olía bien

(la mezcla de perfumes me mareaba hasta el sueño)

la que me llamaba Antoniño clavel rojo preguntaba

-¿Te ha gustado, mi niño?

le respondía con una mueca de la boca que por no significar nada no me comprometía y ella, con una tranquilidad profética, anunciaba misteriosamente

-Un día te gustará

mientras los seres poco antes en éxtasis acababan con las yemitas en menos que canta un gallo, con unos arrebatos de apetito que no condecían con sus divinos arrobamientos. El cielo debe de estar lleno de pastelillos de nata. Una amiga de ella, una escuchimizada íntima de Schubert, con las cejas del tamaño de las clavículas, se inquietaba

-¿Al pequeño le gusta?

con la última yema en sus deditos sublimes, yema que, para mal de mis pecados, se le escurría por su garganta abierta, con un truco de prestidigitador que aún hoy admiro en su antropología tranquila, la que me llamaba Antoniño clavel rojo respondía con convicción

-El pequeño es muy sensible

y yo furioso porque sensibles son los hombres afeminados y las solteronas que ya no son nada. Si por casualidad alguien

-Elisa es muy sensible

era cierto y sabido que Elisa tenía pelos en el mentón y hacía girar una órbita hacia regiones difusas. Yo no era sensible: era, según el profesor de portugués del instituto, un borrico. Leía mis redacciones, me miraba en silencio un minuto, soltaba desde lo alto, desde el fondo, para pasmo de la clase

-El número cinco es un borrico

y golpeaba con la regla en el escritorio subrayando cada palabra

-Escribir es sujeto, predicado, complemento directo, punto final y se acabó. ¿Me está tomando el pelo, so burro?

Mostraba las redacciones, con la calificación de Muy Mediocre, en letras rojas enormes, a la que me llamaba Antoniño clavel rojo, ella las leía, las releía, se sucedía un silencio igual al del profesor de portugués, en lugar de

-So burro

llegaba una frase con miedo

-Yo creo que el niño acabará siendo escritor

y yo, un futuro rey del hockey, la miraba indignado. Estoy haciendo esta crónica un año después de su muerte, tía. En la mesa donde voy penando con las novelas, tengo su foto: está fumando, en una terraza, sin mirar a nadie. El niño acabó siendo escritor pero confío, sinceramente, en que no abandone su condición de borrico: será la única manera de tener a Bach, Beethoven y Marciano de mi lado. Poso la estilográfica, miro mis dedos y me alegra que sean como morcillas. A propósito de morcillas, ¿no quiere escuchar este Nini Bebé, que acabo de terminar, en el que hablo de usted?

Traducción de Mario Merlino.

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