El euro
El euro nació y fue presentado en sociedad por varias razones, si bien las más importantes eran y son discutibles y discutidas. Como divisa rival del dólar, movió muchas sonrisas al otro lado del Atlántico, por donde caen Washington (capital política del mundo) y Nueva York (capital económica). Las piezas se cobran con mayor facilidad juntas que dispersas. El dólar fijaría el valor del euro. Si la deuda norteamericana aumenta hasta el punto de ser preferible contener la sangría y a la vez la afluencia de dólares, se hace hasta que sea preferible la política contraria. Con o sin euro, y en menor grado, con o sin yen, o así hasta hace poco tiempo. Cuando escribo este artículo parece ser que se está aplicando la práctica del benign neglect, la negligencia benigna, que consiste, más o menos, en no poner freno a las razones objetivas de la fuga. Engorde usted, mister euro.
El pueblo tiende a creer, ¡más que nunca!, que el euro es el villano de la inflación que hoy maltrata, más que otras carnes, las carnes ibéricas. Así se le hace la cama al poder, punto al que me referiré más adelante contando con el permiso del amable lector. (El guión requiere ciertas tácticas o eso cree quien lo escribe; generalmente, afectan a quienes tienen mucho que decir -bueno o malo es otra historia- y a los que no tienen nada que decir, pero sí un espacio que llenar). Vino el euro después de mucho tanteo, de múltiples precauciones y cálculos. Fue un parto largo y difícil, tanto, que a muchos les cogió como quien dice por sorpresa; mientras otros lo acogieron con desagrado tal que rechazaron a la criatura. Ahí están, entre otros, los británicos, aferrados a la gloriosa libra esterlina. (No podemos decir lo mismo de la pobre peseta, cuya vida fue un calvario -aquejada de crisis recurrentes de anemia perniciosa- desde su nacimiento hasta su defunción). Al parecer, ingleses, escoceses y galeses, por coincidir en algo coinciden en su desdén y recelo hacia el euro. Peor para los recelos propios fue que, ya el euro en avanzado estado de gestación, se descolgaran por Europa algunos economistas norteamericanos -más de un Nobel incluido- para informarnos de que el euro ni fu ni fa pero más fa que fu. Venían provistos de razones, pero nuestras nociones de economía no proceden de Harvard, así que entendimos poco y mal. Me refiero, claro está, a todos nuestros futuros compatriotas europeos, excepción hecha de los duchos en ciencia económica, que no son legión. No se den por aludidos los Montoso y los Rato y menos nuestro paisano Pedro Solbes, a quien los euroescépticos con o sin Nobel no le hicieron pestañear. No conseguirían minarle interesadamente el camino a la moneda llamada a ser estrella en el escenario económico internacional.
El euro. En su altar han sido inmoladas monedas como el marco alemán, para tristeza y añoranza de cada día mayor número de alemanes y de europeos con euro. El marco, solo y a su aire, resistía mejor en tiempos de vacas gordas y en tiempos de vacas flacas. De ser posible la marcha atrás, lo primero que haría el Gobierno teutón sería devaluar el marco, volviéndole a su sitio, que con el fastuoso euro no se vende un tornillo. Si algo sabemos los ignorantes, porque es de puro sentido común, es que el valor de una moneda tendría que ser reflejo lo más fiel posible del valor de su economía, pero no lo es por razones entre las que se incluye el prestigio, como si todo no terminara sabiéndose.
El euro. Lo que entendimos porque nos lo machacaron, es que la moneda única era un maná equivalente a un punto de crecimiento de la economía europea. Según unos, se trataba de un cálculo conservador. Claro que habría un periodo de reajuste, o sea, de pérdida. Los precios subirían momentáneamente en torno al 0,2, que es lo que aquí entre nosotros están subiendo ahora en una sola semana. Las aguas volverían pronto a su cauce, dijeron; y a partir de ahí el caudal se iría hinchando. Todo serían ventajas. A uno le hacía fruncir el ceño que una de las ventajas más citadas sería el ahorro en comisiones de cambio cuando viajáramos, como si todos viajáramos, como si las comisiones fueran tan altas para el turista alerta y, en suma, como si el cambio de manos del dinero fuera cosa perniciosa para la economía y no una simple adición de pequeños latrocinios. Si peco en este último punto me declaro limpio de toda culpa y cargo ésta sobre los lomos de quienes pudiendo escribir de economía con mayor claridad, lo hacen como queriendo emular la oscuridad de Heráclito o de Kant.
Me permití opinar en un artículo que el desajuste inicial no significaría un 0,2% de aumento de los precios, sino bastante más. No tuve para ello que apelar sino a la experiencia que todos tenemos. Siempre se dice más de esto o de lo otro; o se dice menos, según convenga a nuestro contento y a los intereses de quienes tienen la sartén por el mango. El redondeo, en efecto, se ensañó con nuestros bolsillos. Pero retomo el hilo que he prometido enhebrar al principio de este artículo: ojo con que el redondeo no nos engañe a todos. En la calle he oído echarle la culpa de la inflación desmadrada que sufrimos hoy. Algún político también se ha acogido a este refugio. Si se generalizara tal opinión, quienes saldrían ganando son los que mandan. Matizo y digo que perderían menos. Pues más que a una mala gestión económica, el pueblo podría obtener la imagen de un fallo, tal vez imprevisible, en el control de un solo mecanismo. Pecado, en todo caso, menos grave. Y no es eso. Incluso los que todavía pensamos en pesetas -sobre todo ante una adquisición insólita o de precio medianamente elevado- lo hacemos cada vez más como referencia abstracta, pues la memoria concreta ya está instalada en la nueva moneda. El ama de casa, al adquirir una libra de carne, compara su precio con el precio anterior, ambos en euros. La diferencia al alza, que tan menudo existe, ya no tiene nada que ver con el redondeo que se produjo con la introducción del euro. En unos países más, en otro menos, en toda su zona. En el nuestro entre los más, por supuesto.
No nos alcance todavía la reverberación del fenómeno y ciegue a la gente. La peligrosa coyuntura actual -menos consumo y mayores precios- es debida, fundamentalmente, a factores estructurales de nuestra economía y que los señores Rato y Montoro se saben de memoria. El euro es ya inocente, a menos que no lo sea por profundas razones de economía psicológica hoy de moda en homenaje retrospectivo a Keynes.
Manuel Lloris es doctor en Filosofía y Letras.
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