Thom, de la fórmula a la forma
La teoría de las catástrofes ha fracasado", declaraba René Thom en las páginas de EL PAÍS con ocasión de un seminario en Madrid en 1990. El pensador francés, recientemente fallecido a los 79 años, parecía, así, asumir lo que se venía afirmando en los medios científicos respecto de una teoría que, en la década anterior, había gozado de una extraordinaria popularidad y un enorme impulso mediático.
Se daba, sin embargo, una enorme ambigüedad en la frase de Thom, pues el fracaso no era tal en el plano estrictamente matemático (había supuesto una contribución esencial a un problema técnico importantísimo), y tampoco cabía hablar de fracaso si se tenían en cuenta las ambiciones intelectuales del pensador Thom y que estaban vinculadas a asuntos que ocupan al pensamiento desde Zenón de Elea. El fracaso remitía, más bien, a una suerte de dramático divorcio entre la concepción que Thom tenía de la función del pensamiento y, en particular, de la matemática y la reducción (de la que ya se quejaba Descartes) de esta disciplina a mero instrumento de cómputo al servicio de otras disciplinas. Cabe decir que, como Descartes, Thom ambicionaba para la matemática un "uso más elevado" y que la incompatibilidad entre tal aspiración y la concepción estándar del conocimiento conducía a un inevitable fracaso.
Según él mismo solía explicar, una circunstancia contingente había llevado a René Thom a los estudios de matemáticas: eran años de tensión en Europa, la guerra se acercaba y su padre estaba convencido de que los matemáticos serían destinados a servicios técnicos, evitando así la infantería y, eventualmente, la primera línea de frente. Hasta entonces, Thom había destacado en esa disciplina, pero también en las llamadas humanísticas, así la filosofía y las lenguas clásicas, materias que, de facto, nunca abandonó. Pues, como Werner Heisenberg o Erwin Schrödinger, Thom pertenecía a esa raza de científicos que jamás separan los problemas específicos de sus materias de aquello que se halla en la matriz de tales problemas y que concierne a las exigencias más profundas del espíritu humano.
En cualquier caso, Thom se reveló un brillante matemático que, muy joven, tuvo el honor de ser invitado a las reuniones del colectivo Bourbaki. Tal era el nombre de un grupo de matemáticos franceses que aspiraban a realizar una presentación de la disciplina en la que cada paso tuviera justificación formalizada. Thom confesaría más tarde que se aburría en aquellas reuniones. Su concepción de la matemática iba ya por otro lado y, de hecho, la crítica del formalismo conjuntista y de sus bases teórico-filosóficas fue uno de sus caballos de batalla. En 1958, René Thom obtiene la Medalla Fields de matemáticas por sus trabajos relativos a ciertas singularidades topológicas. Muy pronto, sin embargo, se hizo evidente que el peso de tales singularidades iba mucho más allá de los intereses de la matemática estándar. Las implicaciones de tal teoría fueron dándose a conocer bajo el nombre de teoría de las catástrofes. Es justo precisar que el término "catástrofe" no es de Thom, sino de Arnold, y que algunos de sus puntos clave es dependiente de las investigaciones precisas de matemáticos como Morrisey. En cualquier caso, Thom confirió a la teoría todo su mordiente conceptual, a la vez que forjó percutantes metáforas (pliegue, cola de golondrina, mariposa) mediante las cuales lo designado por tales "catástrofes" topológicas se hacían intuitivamente perceptibles.
En ausencia de un concepto propio de aquellos de que se trata, "una metáfora ya es mucho", solía decir René Thom. Y, en efecto, aun sin seguirle en los meandros de sus reflexiones técnicas, el lector de Thom sentía que la suntuosa construcción matemática le concernía, porque recubría ni más ni menos que una presentación de las estructuras elementales de la forma. De tal manera que, por ejemplo, la teoría podía constituir un adecuado punto de observación para entender lo que se halla en juego en la obra de arte. Sirva de muestra la frase con la que Eduardo Chillida declaraba la omnipresencia de la primera catástrofe (el pliegue) en una obra como El descendimiento, de Roger van der Weyden: "Si le quitas los pliegues al cuadro, ¿qué queda del cuadro?".
La teoría de las catástrofes no tuvo siempre un destino filosófica y matemáticamente feliz. Hubo, desde luego, uso y abuso de las metáforas de Thom, pero, sobre todo, tentativas de aplicar la teoría como si de un instrumento se tratara, a fin de explicar, por ejemplo, el amotinamiento súbito de unos prisioneros. Esto no es, sin embargo, achacable al pensador francés, quien no sólo ponía en guardia contra tales aplicaciones concretas, sino que reivindicaba como un honor el referido hecho de que la teoría de las catástrofes fuera inaplicable. La teoría de las catástrofes quería ser un instrumento de inteligibilidad, esa inteligibilidad que Aristóteles sitúa como la auténtica aspiración de los seres humanos. En su lección al ser nombrado doctor honoris causa por la Universidad del País Vasco, René Thom insistía en la necesidad de recuperar esta exigencia de lucidez, apartándonos de las construcciones imaginarias que conducen a catástrofes que nada tienen que ver con las singularidades diferenciales. En el departamento de Filosofía de la Universidad del País Vasco, Thom impartió, junto a Eduardo Chillida, un curso de doctorado relativo al concepto de espacio. Los que fueron sus alumnos en aquellos días serán sensibles a lo que los matemáticos anglosajones Poston y Stewart escriben en un libro conjunto: "Todo contacto con René Thom nos abre una nueva y misteriosa luz respecto a la belleza de las matemáticas y las ciencias".
Víctor Gómez Pin es catedrático de la Universidad Autónoma de Barcelona.
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