Las hijas del tomate
LA GENTE tiene una idea de mí que me inquieta. Me llama una lectora de tantas (como usted), que vive en Nueva York, que dice tener información que será de mi interés y me cita en un café. Nada más entrar en dicho café me choco contra una clienta que va hacia su mesa con un capuchino. Y me monta un pollo (que te cagas). Dato a destacar: la clienta va sobre patines. No tiene quince años, es una tía con veinticinco años en cada patín. La camarera le da la razón a la patinadora porque aquí se comprende más al que ha haciendo el payaso que a las criaturas normales. Entendiendo por normal a alguien como yo. Esto es América. Al fin, veo entrar a mi lectora. Mi lectora es pequeña, peluda, suave, de trotecillo alegre. Lleva diez años aquí y dice que se mantiene en contacto con España gracias a mis artículos. Criaturilla. Me informa de que en un gimnasio se ha comenzado a impartir aerobic con sadomasoquismo. Es lo último. Los alumnos hacen abdominales y mientras la profesora vestida de cuero les humilla, "sois patéticos", y amenaza con hincarles sus partes con tacones de aguja. Y al parecer, el miedo que les provoca funciona: acojonaditos, hacen lo que ella les ordena. Dice mi lectora que me apunte para escribir un artículo. Yo le digo que no hay que llevar la vocación periodística hasta sus últimas consecuencias. No soy Pérez-Reverte. De todas formas, el sado maso está presente aquí en cualquier gimnasio. Los entrenadores, en general, son hipersádicos. Sé de lo que hablo: me he echado una entrenadora en el gimnasio Lucille Roberts, la cadena más hortera en Nueva York. Es sólo de chicas, y abunda el bollo. Tiene grandes cristaleras a la calle y cuando estás corriendo en la máquina, la gente desde la Quinta Avenida te saluda, y cuando pasa un autobús de turistas a techo descubierto, el guía te señala y los turistas te saludan y nosotras saludamos. Momentazo que yo calificaría de mágico a la par que ridículo. Como mi nivel de inglés es lamentable, me equivoqué en la especialidad y mi entrenadora me está dando nociones de defensa personal (a mi santo, este temita le preocupa). Al principio, entre que no entendía a mi entrenadora y que soy torpe, parecía una clase de educación especial. Pero ya voy cogiendo estilillo en las patadas Bruce Lee, y se me está poniendo tipito de karateka. Mi entrenadora dice que con diez clases más podría llegar a matar a alguien si se me presenta la oportunidad y no la aprovecho. Me ha enseñado a dar un golpe en la nuez que deja inconsciente al adversario y a dar un cabezazo en la cara del enemigo a fin de destrozarle la nariz. Luego llego a casa y le digo a mi santito, que está viendo Seinfeld, si le muestro mis progresos y me dice: "Gracias, pero no". Qué tío más sieso.
No todo en mi vida gimnástica es sufrimiento; hay momentos de solaz, como cuando la encargada pone el Aserejé. A las chicas nos encanta. A mí más, porque entiendo el mensaje. Aquí las Ketchup triunfan. Aquí las llaman Las Kacha. El inglés es un idioma muy rarísimo. El otro día en Chinatown vivimos otro momento mágico con mi gordo Ruiz Mantilla que vino a vernos. Estábamos comprando relojes falsos de Cartier y Gucci para las suegras (que se lo merecen todo) por diez dólares y el chino va y pone Aserejé y nosotros se lo bailamos. Fue multicultural (que te c.). Los días que ha estado aquí el periodista Mantilla con su señora hemos retornado al hippismo. Como vivimos en un loft tuvimos que dormir todos juntos. Qué modernos. Nuestro Mantilla dormía en un colchón en el suelo como un San Bernardo. Nos roncaba que daba gloria. Eso sí, no tuvimos sexo (como dicen aquí) porque delante de los amigos es un corte. Por cierto, me ha llegado una carta del autor de Historia natural de los ricos que estuvo en España. Se ve que alguien le tradujo eso que yo conté en un artículo de que mi santo estaba en la cama con su libro leyéndome eso de que Onassis se había hecho tapizar las sillas con escroto de ballena y que yo le había dicho: "No me hables de escrotos, que luego sueño". Y este escritor, Coniff, me dice que se alegra de que su ensayo me sirviera "para tener sexo" con mi esposo. Qué divino, como diría Carmina. También me emocionó el momento en que mi santo, la otra noche, le tradujo a Javier Cámara, que estaba en casa haciéndonos un espectáculo cómico (nos actúa a domicilio a cambio de un arroz jiennense), un artículo de The New York Times sobre Almodóvar superelogioso. Mantilla, reportero de raza, fotografió el momento: Cámara sentado como un niño a los pies de mi santo traductor.
Nuestra estancia en Nueva York nos ha cambiado: mi santito me dijo que iba a dejar de leer libros sobre el genocidio porque había pensado que la vida también tenía su lado positivo. Primero se puso a leer cómo maltrataban a los cerditos en las granjas de Virginia. Olé mi sangre. Y ayer veo que se me mete en la cama con otro tocho. Miedo me da cuando le veo llegar con un libro. Lo tengo absorto con el bestseller de Patricia Cornwell sobre Jack el Destripador, Retrato de un asesino. A veces se me mea de risa. El libro no es precisamente cómico. Y me da yuyu. Lo que yo digo, cualquier mujer, hasta con el santo más santo, tiene que saber algo de defensa personal. Porque el santo es como un melón cerrado, no sabes nunca cómo te va a salir.
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