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Columna
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Postal de Varsovia

Le Beaujolais nouveau est arrivé... à Varsovie. En el pub Staromiejski, situado en la plaza de Zamkowy, frente al Palacio Real, la botella sale por unos 60 zlotys (1 euro equivale a 4 zlotys, aproximadamente) y la sirven con unos taquitos de queso y una rodaja de salchicha ahumada. En Varsovia, beber vino, principalmente francés, italiano o español, es algo que hace muy fino y, en ocasiones, puede salirte por un ojo de la cara.

El pub Staromiejski dispone de una pequeña terraza, una de las pocas que permanecen abiertas por esas fechas en la Ciudad Vieja, donde los domingos suelo instalarme a eso de las doce a tomar un poquitín el sol (hace buen tiempo en Varsovia), mientras leo los periódicos y me bebo un par de whiskys. Así me imagino que sigo en el Bauma y que dentro de un par de horas me aguarda un plato de gambas de Palamós a la brasa y un arroz caldoso de pescado (en lugar de la sopa de setas y el codillo de cerdo de rigor).

A las doce, en la terraza apenas hay un par de mesas ocupadas (la mía y la de una señora gorda, inmensa, con un marido pequeñito y asustadizo, que beben coca-cola), pero dentro de poco, cuando termine la misa del mediodía, habrá bofetadas para hacerse con las seis o siete mesas restantes. A eso de la una, la plaza de Zamkowy parece la plaza Mayor de Salamanca en mis años mozos. En medio de la muchedumbre, destaca un grupo de seminaristas: metro ochenta-noventa, rubios con ojos azules, y... ¡con sotana! Aquí todos los curas llevan sotana, lo que despierta la sexualidad de la inmensa señora, mi vecina de mesa, que se come con los ojos al grupo de los guapos seminaristas, mientras el pequeño marido sorbe, resignado, un culín de coca-cola. También llama la atención la cantidad de perros salchicha que corren por la plaza. Al parecer, el perro salchicha es uno de los animales domésticos preferidos de los polacos.

Varsovia es una ciudad fea. En agosto de 1944 sus habitantes se rebelaron contra las tropas de ocupación del ejército nazi y éstas, como represalia, arrasaron la ciudad en un 90%. Terminada la guerra, los comunistas la reconstruyeron y, salvo el casco antiguo, la hicieron al más puro estilo Bellvitge (las Impúdiques gàbies del Congrés Eucarístic, como las llamó el poeta) y, para rematar la jugada, Stalin les regaló un singular edificio, el Palacio de la Cultura y de la Ciencia, que viene a ser una mezcla de la Giralda, los desaparecidos almacenes El Siglo y el palacio-pagoda de Fu-Man-Chú.

Varsovia está plagada de estatuas. Grandes estatuas de cartón-piedra pintadas con alquitrán (o, por lo menos, así parecen). Estatuas de mariscales, de generales, de poetas y de obispos. Entre los poetas, destacan las de Adam Mickiewicz y Juliusz Slowacki. Mickiewicz es el poeta nacional de los polacos, cuyo poema más famoso empieza con este verso: "Litwo, ojczyzna moja" ("Oh, Lituania, patria mía"). Y es que Mickiewicz era de Lituania y a la sazón Lituania formaba parte del Reino de Polonia.

En Varsovia hay también un número considerable de iglesias. Iglesias impresionantes, como la catedral de San Juan, que aún conserva, incrustada en una de sus paredes, la oruga de un tanque nazi. O como la iglesia de la Santa Cruz, donde se conserva el corazón de Chopin, con un Cristo kantoriano (de Tadeusz Kantor, el autor de La clase muerta) en el umbral. O la basílica castrense, con un Cristo todavía más kantoriano, más patético: el Cristo de Katyn, que conmemora la gran matanza de oficiales polacos a manos de los rusos (1940). El Cristo de la Santa Cruz debe de haber acompañado y consolado a los habitantes de Varsovia durante los años del reinado comunista, al igual que la estatua del cardenal Wyszynski, situada frente a la iglesia de los Carmelitas. Sólo que la estatua del cardenal es más reciente. Durante el reinado comunista, el cardenal fue encarcelado, e incluso hubo un intento de asesinato. Gracias al ejemplo del cardenal y al pacto al que llegó con los comunistas tras su liberación, la Iglesia polaca pudo seguir nutriéndose de esos seminaristas tan guapos y ser lo que es hoy: una fuerza decisiva en la política de un país cuyo hijo más ilustre ocupa hoy la silla de San Pedro.

Varsovia es también la ciudad del gueto judío, del que no queda nada salvo un foso conmemorativo. Pero del gueto se habla poco en Varsovia. Son pocos los judíos que se salvaron y muy pocos los que regresaron. El tema de los judíos es un tanto engorroso para los polacos, y más después de haberse destapado el crimen de Jedwabne, hace un par de años. Jedwabne es una localidad del noroeste del país, donde el 10 de julio de 1941 los judíos del pueblo, unas 1.500 personas, fueron exterminados por sus convecinos polacos. Los metieron a todos en un granero y le pegaron fuego.

El escándalo saltó a raíz de la publicación del libro Los vecinos. Historia del exterminio de un pueblo judío, del que es autor Jan Tomasz Gross, profesor de la Universidad de Nueva York. Cuando la terrorífica historia que cuenta Gross (y que se había mantenido en silencio durante 60 años) llegó a los papeles, se pensó en convocar un acto de desagravio, pero no resultó fácil. En primer lugar, un neonazi de la zona quiso comprar el terreno donde se hallaba el granero para impedir que se levantase en él un monumento. Total, que el terreno tuvo que adquirirlo el Estado y se levantó ese monumento, inaugurado luego sin la representación esperada. He intentado hacerme con un ejemplar del libro de Gross, sin suerte. He ido a tres librerías, incluida la universitaria, y me han dicho que está agotado. Tendré que mirar en una librería de viejo.

Le Beaujolais nouveau est arrivé... à Varsovie. En el pub Staromiejski, situado en la plaza de Zamkowy, frente al Palacio Real, la botella sale por unos 60 zlotys (1 euro equivale a 4 zlotys, aproximadamente) y la sirven con unos taquitos de queso y una rodaja de salchicha ahumada. En Varsovia, beber vino, principalmente francés, italiano o español, es algo que hace muy fino y, en ocasiones, puede salirte por un ojo de la cara.

El pub Staromiejski dispone de una pequeña terraza, una de las pocas que permanecen abiertas por esas fechas en la Ciudad Vieja, donde los domingos suelo instalarme a eso de las doce a tomar un poquitín el sol (hace buen tiempo en Varsovia), mientras leo los periódicos y me bebo un par de whiskys. Así me imagino que sigo en el Bauma y que dentro de un par de horas me aguarda un plato de gambas de Palamós a la brasa y un arroz caldoso de pescado (en lugar de la sopa de setas y el codillo de cerdo de rigor).

A las doce, en la terraza apenas hay un par de mesas ocupadas (la mía y la de una señora gorda, inmensa, con un marido pequeñito y asustadizo, que beben coca-cola), pero dentro de poco, cuando termine la misa del mediodía, habrá bofetadas para hacerse con las seis o siete mesas restantes. A eso de la una, la plaza de Zamkowy parece la plaza Mayor de Salamanca en mis años mozos. En medio de la muchedumbre, destaca un grupo de seminaristas: metro ochenta-noventa, rubios con ojos azules, y... ¡con sotana! Aquí todos los curas llevan sotana, lo que despierta la sexualidad de la inmensa señora, mi vecina de mesa, que se come con los ojos al grupo de los guapos seminaristas, mientras el pequeño marido sorbe, resignado, un culín de coca-cola. También llama la atención la cantidad de perros salchicha que corren por la plaza. Al parecer, el perro salchicha es uno de los animales domésticos preferidos de los polacos.

Varsovia es una ciudad fea. En agosto de 1944 sus habitantes se rebelaron contra las tropas de ocupación del ejército nazi y éstas, como represalia, arrasaron la ciudad en un 90%. Terminada la guerra, los comunistas la reconstruyeron y, salvo el casco antiguo, la hicieron al más puro estilo Bellvitge (las Impúdiques gàbies del Congrés Eucarístic, como las llamó el poeta) y, para rematar la jugada, Stalin les regaló un singular edificio, el Palacio de la Cultura y de la Ciencia, que viene a ser una mezcla de la Giralda, los desaparecidos almacenes El Siglo y el palacio-pagoda de Fu-Man-Chú.

Varsovia está plagada de estatuas. Grandes estatuas de cartón-piedra pintadas con alquitrán (o, por lo menos, así parecen). Estatuas de mariscales, de generales, de poetas y de obispos. Entre los poetas, destacan las de Adam Mickiewicz y Juliusz Slowacki. Mickiewicz es el poeta nacional de los polacos, cuyo poema más famoso empieza con este verso: "Litwo, ojczyzna moja" ("Oh, Lituania, patria mía"). Y es que Mickiewicz era de Lituania y a la sazón Lituania formaba parte del Reino de Polonia.

En Varsovia hay también un número considerable de iglesias. Iglesias impresionantes, como la catedral de San Juan, que aún conserva, incrustada en una de sus paredes, la oruga de un tanque nazi. O como la iglesia de la Santa Cruz, donde se conserva el corazón de Chopin, con un Cristo kantoriano (de Tadeusz Kantor, el autor de La clase muerta) en el umbral. O la basílica castrense, con un Cristo todavía más kantoriano, más patético: el Cristo de Katyn, que conmemora la gran matanza de oficiales polacos a manos de los rusos (1940). El Cristo de la Santa Cruz debe de haber acompañado y consolado a los habitantes de Varsovia durante los años del reinado comunista, al igual que la estatua del cardenal Wyszynski, situada frente a la iglesia de los Carmelitas. Sólo que la estatua del cardenal es más reciente. Durante el reinado comunista, el cardenal fue encarcelado, e incluso hubo un intento de asesinato. Gracias al ejemplo del cardenal y al pacto al que llegó con los comunistas tras su liberación, la Iglesia polaca pudo seguir nutriéndose de esos seminaristas tan guapos y ser lo que es hoy: una fuerza decisiva en la política de un país cuyo hijo más ilustre ocupa hoy la silla de San Pedro.

Varsovia es también la ciudad del gueto judío, del que no queda nada salvo un foso conmemorativo. Pero del gueto se habla poco en Varsovia. Son pocos los judíos que se salvaron y muy pocos los que regresaron. El tema de los judíos es un tanto engorroso para los polacos, y más después de haberse destapado el crimen de Jedwabne, hace un par de años. Jedwabne es una localidad del noroeste del país, donde el 10 de julio de 1941 los judíos del pueblo, unas 1.500 personas, fueron exterminados por sus convecinos polacos. Los metieron a todos en un granero y le pegaron fuego.

El escándalo saltó a raíz de la publicación del libro Los vecinos. Historia del exterminio de un pueblo judío, del que es autor Jan Tomasz Gross, profesor de la Universidad de Nueva York. Cuando la terrorífica historia que cuenta Gross (y que se había mantenido en silencio durante 60 años) llegó a los papeles, se pensó en convocar un acto de desagravio, pero no resultó fácil. En primer lugar, un neonazi de la zona quiso comprar el terreno donde se hallaba el granero para impedir que se levantase en él un monumento. Total, que el terreno tuvo que adquirirlo el Estado y se levantó ese monumento, inaugurado luego sin la representación esperada. He intentado hacerme con un ejemplar del libro de Gross, sin suerte. He ido a tres librerías, incluida la universitaria, y me han dicho que está agotado. Tendré que mirar en una librería de viejo.

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