Televisión o barbarie
Muchos españoles suponen que la baja calidad de la televisión en España es un fenómeno sin equivalencia a lo ancho del mundo. O sólo en el mundo de los países atrasados, degradados o autoritariamente conducidos. Nadie se explica que habiendo aumentado masivamente la educación de los ciudadanos, la televisión siga una línea inversa. La respuesta no la tiene nadie. Ni en este país ni fuera, donde también las protestas, el malestar y las interpelaciones arrecian.
Las administraciones locales, las empresas, las webs, se esfuerzan continuamente por indagar los gustos de los ciudadanos y ofrecerles lo que prefieren. Las marcas han llegado a tal grado de interés por el cliente que desde hace cinco años personalizan al máximo sus ofertas, practican la venta one to one haciendo sentir que nada se fabrica porque sí sino atendiendo a los individuos uno a uno y tras una meticulosa exploración. ¿Por qué la televisión no hace lo mismo? ¿Por qué no averigua, dentro del malestar, qué incomoda realmente y qué se desearía en lugar de lo que hay? Si algún medio cuenta obsesivamente las cuotas de audiencia es la televisión. ¿Por qué además de contarlas no se ocupa de oír qué le cuentan?
La respuesta sería, a estas alturas, que no es ya un medio de transmisión de la realidad, como se empeñan en repetirnos algunos presentadores de telediario, sino una realidad por las buenas. Una realidad autónoma que si no escucha es porque posee la tozudez de lo real y, si no cambia de programación, se debe a que su contenido ha dejado de pertenecer a los programadores. La televisión se comporta de facto como una entidad que encuentra su razón y sentido dentro de ella misma y, precisamente, si clamamos tanto contra sus manifestaciones, si la ONU dedica un día internacional a su recuerdo, si ocupamos tanto tiempo en exigir que sea modificada, es porque la televisión es radicalmente inmodificable. Se ha consolidado como una realidad, al lado de la dura realidad convencional, y para desviar precisamente hacia ella las críticas que podría recibir la otra.
La manipulación de las informaciones en la pantalla sería lo de menos en comparación con la gran jugada que ha de constituir, en la estrategia del sistema, haber reemplazado la realidad política por la mediática, la injusticia social por la inequidad de los espacios dedicados al fútbol, los abusos del poder por la ignominia de Crónicas marcianas. Hasta ahora se analizaban críticamente los medios por ser eficaces instrumentos de creación de realidad. Lo que se ve en televisión no existe, el vídeo da vida, decíamos. Las bodas, los viajes, los aniversarios, los bautizos no sucedían de veras hasta que no los convalidaba la cámara. No eran realidad hasta que no los realizaba el realizador. Con esa denuncia, vivíamos satisfechos. Con esa denuncia, pensábamos haber desenmascarado la naturaleza de la televisión. Pero hay más.
De lo que se trata ahora no es de ponderar la importancia del medio televisivo, sino el valor de su realidad. Podemos seguir quejándonos de la telebasura, clamar contra su mediocridad, pero lo cierto es que nadie puede desconectar del aparato. Los subversivos nos invitan a un Día sin Televisión pero siempre logra un éxito incomparable el Día de la Televisión. Sin televisión el mundo regresaría a un estadio que, en términos relativos, podría parecernos primitivo. Sin televisión sentiríamos demediadas nuestras facultades, nuestro recreo, nuestras emociones. Veríamos mutilada y hasta empobrecida la condición de la vida real.
Reclamar que cambie la televisión es prácticamente lo mismo que presentar una protesta contra el clima o la orografía. Hasta hace unos años la televisión podía considerarse un artificio pero hoy forma parte de nuestra constitución existencial. Y no se diga ya quienes aún no han llegado a la existencia. La televisión no escucha las críticas, no cambia, no se perfecciona a pesar de las protestas porque, en efecto, es la que es. Un característico y legítimo componente del mundo.
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