Una vocación
No fui alumno suyo. Aquí donde me ven, mi formación de base fue científica; hasta que se me encabritó el caballo y vi un verso de Rilke escrito en alemán en la pizarra. No entendí nada, pero aquella atracción irresistible me ayudó a descubrir que me gustaban los estados liminares: el grado cero de la soledad. Y vuelta a empezar o A portrait of the artist as a cat.
Así, en la soledad del artista como gato, me he imaginado a veces la tarea de Manuel Agud Querol, de quien nunca fui alumno aunque sí compañero en el claustro del Instituto Peñaflorida de San Sebastián; o la tarea de su amigo Koldo Michelena, de quien tampoco fui alumno, aunque sí discípulo, y que también pasó por el Peñaflorida. Una vida más de gato y Michelena hubiera sido matemático, si no lo era ya.
Recuerdo una conversación con él, una de aquellas conversaciones apasionadas, de cuerpo y alma volcados, espectaculares. Yo había olvidado ya, creo, mis rudimentos de Matemáticas, pero pasamos del Sartor Resartus, que yo llevaba en la mano porque me lo acababa de comprar, a Góngora, y de éste a una serie de explicaciones matemáticas que yo pude seguir como si alguien me hubiera iluminado.
Esa misma pasión la encontré también años después en Manuel Agud. Curiosidad, apetencia y carácter. Y una gran tenacidad para sacar adelante tareas titánicas en lucha con la soledad y el silencio. Recuerdo como, ya octogenario, aún acudía todos los días a trabajar en su Diccionario Etimológico Vasco, no concluido aún -se le quedó en la O-, y cómo cada vez que salía uno de sus volúmenes me hacía una visita para entregarme un ejemplar para la biblioteca del centro, en el que, por cierto, se urdió el proyecto de la obra en una reunión que mantuvieron allí Antonio Tovar, Koldo Michelena y el propio Agud. Y es que en el Peña, un centro apasionado, se urdieron no pocas cosas y se conspiró bastante hasta hace nada.
Se urdieron, por ejemplo, las primeras clases de euskera impartidas en un centro que no fuera una ikastola. Eran clases voluntarias y fuera de horario, pero aún vivía Franco. Lo digo porque sé que a ese liberal no nacionalista que es Manuel Agud le gustará que lo recuerde.
Eran otros tiempos y eran otros hombres. ¿Más generosos? En una entrevista reciente, Manuel Agud decía pertenecer a la última generación que ha realizado muchos trabajos gratis. Simplemente por afán de saber, o por afán de vivir, una disyuntiva que no es tal en personas para las que vida e intensidad conforman una ecuación que sólo puede resolver la muerte. La aventura alucinada del saber, la de la inteligencia a secas, no requiere de glosadores tipo Leporello; es una pulsión en el fracaso que jamás puede tener a éste en cuenta: no hay conquistas computables, la única conquista es la aventura misma.
No veo otra forma de ser generoso más que si ponemos en el haber la vida misma. Y no es de otra índole la generosidad de Manuel Agud. Bueno, ahí están como logro los siete volúmenes del Diccionario, publicados al servicio de una cultura, la vasca, que los dejó pasar en silencio cuando es capaz de aplaudir cualquier gargajo según de donde venga. Pero estoy convencido de que Manuel Agud habría continuado con su tarea aunque no hubiera publicado nada. Cuestión de talante y cuestión de personalidad.
Cuestión, sí, de personalidad. La del profesor Agud, por ejemplo, título que le será, no tengo duda de ello, el más querido. Porque fue un gran profesor. Uno de esos profesores que no transmitían el saber, sino que encarnaban el saber. No quiero decir con ello que lo poseyeran en exclusiva, como si de un estuche se tratara. Eran, con su personalidad irresistible, puertas de entrada hacia el saber, imanes. En esa su naturaleza misma residía una primera dimensión moral de la enseñanza, de la que podían emanar las restantes. Luego, la enseñanza ha cambiado mucho, se ha vuelto quizá más contable, y no sé si esa encarnadura moral del saber, esa presencia imantadora de la personalidad es ahora necesaria y ni siquiera posible. La sola duda ya produce tristeza, porque me cuesta concebir una dimensión moral de la enseñanza al margen de la personalidad de quien la imparte.
Hace apenas unos días, Manuel Agud declaraba: "La educación ha sido mi auténtica pasión, algo así como un civismo enseñable". Tiene 88 años. El Consejo de Ministros le ha otorgado la Gran Cruz de la Orden de Alfonso X el Sabio y esta tarde la Diputación de Guipúzcoa le rendirá un homenaje. Vaya desde aquí mi abrazo.
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