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Columna
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Lugares de refugio

Traigo las botas negras y dejo huellas sucias en el portal de casa. Me digo que se trata de una mezcla entre la lluvia insistente y el cúmulo de barro y alquitrán de estas calles destripadas por las obras e invadidas por el tráfico. Pero el rastro de mis pasos es demasiado oscuro y noto algo viscoso que parece penetrar las suelas, una sensación pegajosa que hace más pesadas las plantas de los pies, una náusea rara al subir las escaleras, un olor a ese rato de viaje en coche en el que paras a repostar después de haber esquivado a un zorro atropellado. Cuando llego arriba, me asomo a la terraza y, aunque aún es de día, ha desaparecido la luz habitual. Nada fluye abajo, a excepción de una mancha espesa que baja por la calzada, se escurre por las rendijas del desagüe, se extiende por la plaza y se bifurca por las bocacalles. Es una mancha muy negra que deja brillos irisados en la piel de los niños y en el pelo de los perros. Como apenas pueden andar contra el empuje de esa espesura, muchos se han quedado muy quietos contra las fachadas y buscan a su alrededor con extrañeza. La mancha sube por los troncos de los árboles y petrifica a las palomas, que apenas intentan esponjarse. Entre las losetas borbotea un calor lento y pestilente. Empiezan a oírse sirenas que no llegan e intento regresar adentro de la casa sin conseguir moverme. Todo ha quedado a punto de cesar.

Así son las mañanas en Madrid desde que se rompió el Prestige. Lo que sucede en el mar alcanza la meseta y la mancha de fuel que contamina 300 kilómetros de costa gallega tiñe de negro los dedos más que nunca al abrir el periódico. Lo que sucede a los peces, a las aves, a las algas y a los mariscadores nos está sucediendo donde estemos y es un castigo paradójico que nos infligen los culpables de irresponsabilidad ecológica, de incompetencia en las emergencias y de falta de infraestructura anticontaminación. Todos ellos son delitos contra el planeta y sus habitantes humanos y no humanos y son consecuencia de una moral laxa frente a la naturaleza, cuando no de un sentido inmoral de la explotación comercial de los recursos. El transporte del petróleo no es seguro, pero su beneficio sí, porque los barcos que van a por el petróleo son tan viejos como las guerras que van a por el petróleo. Como en las guerras, el intercambio a conveniencia de las banderas que enarbolan los petroleros exime de responsabilidad ante las catástrofes o dificulta su exigencia. No hay control de los buques pero la carga llega a buen puerto y produce dividendos. Siempre, claro, que no se produzcan estos desastres anunciados.

En estas precarias condiciones, pasan cada año 6.000 barcos cerca de las costas gallegas. Y en una vía con esa densidad de tráfico altamente peligroso y contaminante no existe un solo lugar de refugio por siniestro marítimo. Ni España ni la Unión Europea defienden a Galicia de ese corredor de la muerte que es el Atlántico. Alemania lleva varios días con un barco especializado en la lucha contra la contaminación preparado para venir a ayudar, pero no recibe la orden de Madrid para hacerlo. ¿Quién es el encargado de dar esa orden? ¿Por qué no la da? ¿En qué otras estúpidas órdenes anda retrasándose? El Gobierno de Aznar participó en uno de esos escalofriantes y absurdos desfiles de las Fuerzas Armadas en el que hacía ostentación de los efectivos militares de la nación, y después nos enteramos de que no sé qué avión supersónico o no sé qué tanque de las narices le había sido prestado por otro ejército para tan maniaca ocasión. Deberían aplicar la prestancia en mover los hilos de ese tongo ridículo para pedir ahora cuanto antes las cosas prestadas que necesitamos. ¿O es que a Aznar y a Matas les da vergüenza pedir ayuda desde la humillación de sus playas? Noventa playas arruinadas. ¿Por qué no está ya en Galicia ese Neuwek ofrecido por los alemanes? ¿Por qué no aplican ahora ese ordeno y mando que tanto les gusta detentar?

Recorro a duras penas mi casa anegada de fuel y leo un mail de Fm, escritor que Javier Calvo calificó en Babelia de "fronterizo y atípico" y que ha publicado en Lengua de Trapo su última novela, titulada El sentido. A pesar de su diagnóstico fatal de un mundo a punto del caos, me desea un invierno propicio, en la esperanza de otra cosa "más luminosa que esta nube negra en la que vivimos". Pero hoy no hay lugar de refugio y todas nuestras calles son la Costa da Morte.

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