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Qué gracia

Manuel Cruz

Vittorio Hösle, un sesudo profesor alemán con una relevante obra académica a sus espaldas, acaba de publicar en España un libro titulado Woody Allen. Filosofía del humor (Tusquets), que se abre con una afirmación ciertamente rotunda: "Woody Allen es un desafío para la filosofía". En realidad, es el humor en cuanto tal el que constituye un desafío o, al menos, el que merece ser pensado con mayor atención, y no tanto porque los filósofos y pensadores en general no hayan reparado en su importancia (que lo han hecho, y desde antiguo: de Aristóteles a Umberto Eco, pasando por Bergson o Freud, son muchas las aportaciones relevantes al respecto) como por el hecho de que en demasiadas ocasiones tiende a hablarse del humor en términos menores, cuando no decididamente peyorativos.

El humor constituye un desafío que merece, cuando menos, ser pensado con mayor atención

Así, es frecuente encontrar en contextos periodísticos triviales (programas del corazón, prensa rosa, etcétera) la afirmación de alguna joven aspirante a famosa: "Mi hombre ideal ha de tener sentido del humor", aseveración que es entendida como perfectamente intercambiable con "mi hombre ideal tiene que hacerme reír". Repárese, por lo pronto, en que eso significa confundir a la persona con sentido del humor con el gracioso (o, peor aún, con el graciosillo). Pero lo que caracteriza al primero es precisamente una especial agudeza, una particular perspicacia para percibir lo que al común de los mortales se les escapa. Eso que percibe es el fondo de absurdo, de sinsentido, cuando no de ridículo, que hay en la base de nuestro mundo, de nuestra realidad. Por eso puede afirmarse que el tonto no tiene -porque no podría tener, sin entrar en contradicción- sentido del humor. El humor constituye, en ese sentido, un formidable mecanismo de producción de crítica de lo existente en todos sus ámbitos (y ya que se ha empezado mencionando un libro sobre Allen, podríamos poner como un ejemplo de demoledora crítica al discurso machista, entendido como superyó impuesto a los propios varones, la película Sueños de un seductor).

Obviamente, la consideración elogiosa del humor plantea de inmediato una dificultad que bien pudiéramos formular en términos de preguntas: ¿Equivale lo dicho a que todo vale en materia de humor? ¿Podemos -o incluso debemos- reírnos de todo y de todos sin restricción alguna? En cierta ocasión la actriz francesa Simone Signoret pronunció una frase solemne que tal vez, debidamente aplicada, pudiera servirnos a modo de criterio con el que funcionar. Dijo aquello, luego tan repetido, de "haría de fascista en una película antifascista, pero nunca haría de antifascista en una película fascista". Lo cual es como decir, aplicado a nuestro asunto: lo importante no es lo que nos hace reír, por ejemplo, un chiste; lo importante es quién y en qué contexto. Según quién se ría de qué, el chiste puede representar una arma arrojadiza o una ironía liberadora. Recuerdo la época en la que Miguel Durán (por aquel entonces director general de la ONCE, si no recuerdo mal) aparecía a menudo en los medios de comunicación. Una de las cosas que tenía a gala hacer siempre era precisamente explicar chistes de ciegos. El efecto inmediato de su costumbre era que el espectador tenía la sensación de que la posible incorrección política de este tipo de chistes se desvanecía.

Tal vez pudiera afirmarse que la situación ideal sería aquella en la que todos fuéramos capaces de explicar precisamente los chistes que nos conciernen, con los varones riéndose de las historias en las que aparecen como individuos con una sola neurona (y en mal estado), los catalanes repitiendo las bromas sobre su proverbial tacañería y los creyentes contando los chistes en los que Dios aparece resueltamente mal parado (como cuando en La última noche de Boris Grushenko el protagonista comenta: "Lo peor que se puede decir de Dios es que básicamente se queda por debajo de las expectativas"). La única restricción sería entonces la de los chistes o bromas cuyos protagonistas no toleraran por alguna razón -o no estuvieran en condiciones de hacerlas- las bromas respecto a sí mismos. Así las cosas, resultaría aceptable o no un chiste o una broma según quién la hiciera o contara. Es, a fin de cuentas, lo que decía aquella feminista respecto al chiste "¿sabes por qué las mujeres ven las películas porno hasta el final? Porque quieren saber si la protagonista termina casándose con el chico; si lo explicamos nosotras, tiene gracia; si lo explica un varón, es desde luego un chiste asquerosamente machista". Pues eso.

Manuel Cruz es catedrático de Filosofía en la Universidad de Barcelona.

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