Bohemia
Acaba de salir publicado uno de los documentos que el cronista sevillano Rafael Cansinos Assens dedicó a la bohemia española de fin de siglo. Bajo el disfraz de una novela autobiográfica y al igual que en su otro gran fresco sobre los poetas indigentes de nuestras vanguardias, La novela de un literato, Cansinos ofrece en Bohemia un retrato de hombres geniales y famélicos, que se deslizaban por el filo de una navaja a la vez que proclamaban haber edificado la obra maestra con la que acceder al restringido club de la inmortalidad. La palabra "bohemios" los resume: el término fue empleado por primera vez en la Francia de finales del XIX para designar a los vagabundos de origen centroeuropeo (bohemios, sí, pero también magiares y rumanos) que peregrinaban de ciudad en ciudad con sus casas a cuestas, malviviendo gracias a las cuatro monedas que arrancaban al público con sus espectáculos de malabarismo. Pronto el contenido del epíteto se extendió y pasó a corresponder a todo aquel pobre crédulo que pretendía vivir de su arte, que calmaba su hambre y el frío descarnado de los inviernos parisinos con lo que iba a ser el alimento de los críticos venideros: versos, cuadros, partituras. Compitiendo con el París finisecular, Madrid y otras ciudades de Europa se vieron anegadas por una marea de bohemios, de jóvenes idealistas e ingenuos que enterraban un presente miserable bajo un porvenir encuadernado en piel y con letras doradas en el lomo. Había veces en que aquellos inquilinos del Parnaso no tenían pan que llevarse a la boca, y otras en que su cuerpo aparecía frío y rígido en una zanja, con las barbas esculpidas por la escarcha, después de soportar los rigores de una madrugada en que no existía cama donde esconderse.
La de la gloria y el reconocimiento es un álgebra difícil, que ninguna mente puede presumir de dominar por mucho que se estudien sus fórmulas. Perfectos chapuceros son aplaudidos en vida, acaban ocupando escaños en Reales Academias y reciben bandas honoríficas que en un par de décadas se pudrirán sin remedio; desconocidos que consumieron su existencia en el más completo desprecio por parte de las instituciones, elaborando con paciencia de orfebre una obra secreta, son rescatados por el tiempo y ven agigantarse su nombre hasta llenar el horizonte. Los bohemios de Cansinos se contentaban con este pálido espejismo: en una inversión del contrato de Fausto, aceptaban el infierno en vida para que el futuro los dotara del mármol y las medallas que codiciaban. También Cansinos firmó el mismo documento con su propia sangre. Sólo ahora, casi medio siglo después de su desaparición, está comenzando a sacudirse las cenizas la memoria de un hombre que en su época fue considerado maestro de maestros, que dominó con igual pericia o indiferencia la prosa que el verso y las tablas, que fue traductor, periodista, autor de prólogos y padre de apócrifos. Vivió discretamente y sus últimos días transcurrieron en una especie de atardecer nublado y opaco, donde pocos ecos quedaban de sus melopeas de juventud: al parecer Borges, su gran discípulo, lo visitó en un piso de Madrid donde compartía su melancolía con la única compañía de los papeles y el polvo.
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