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Columna
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Real Madrid, ¿y qué?

El Real Madrid puede ganar o perder, ya no importa. La constelación de jugadores congregada a golpe de futuros rascacielos y traspasos encubiertos en el Pitina ha impermeabilizado la relación entre la plantilla y gran parte de la grada. Muchos aficionados no han recibido con ilusión a los últimos craks. El fichaje de Figo supuso un golpe bajo al Barcelona y un refuerzo de indiscutible calidad, pero, ¿de verdad quería o necesitaba el madridismo alistar en sus filas al coronel del enemigo? Zidane es la excepción. Se presentó sin mácula, luciendo el dignísimo número 5 de un histórico como Sanchis y demostrando desde el primer momento su fulgor incontestable. Pero la llegada de Ronaldo ha acabado de conformar un equipo que inmuniza a su hinchada del dolor de las derrotas o la euforia de las victorias. El pasado azulgrana del brasileño se ha desteñido casi por completo, pero su contratación desencantó a gran número de seguidores. Primero, porque no urgía enriquecer la delantera; segundo, porque una adquisición a base de añadir ceros indiscriminadamente a un talón no satisface, y, tercero, porque significó el eclipse de una promesa mucho más interesante: Portillo.

Muchos aficionados disfrutan más del gol de un menor de edad de la cantera que de tres de un calvo del continente de enfrente. Al Real Madrid sólo le vale la victoria. Es cierto que no perdona los vacíos en sus vitrinas, pero tras tres copas de Europa en cinco años, los títulos ya no lo son todo. Incluso la ilusión por la conquista de la Champions League ha decrecido tras la asombrosa regularidad con la que se han conseguido las últimas.

La cuenta pendiente del Real Madrid con su hinchada ya no es la ansiada séptima copa finalmente alzada, ni siquiera la décima; tampoco es adoptar cada año al mejor jugador del mundo, como cree Florentino. La deuda actual del Madrid es propiciar una identificación entre el equipo y su gente, una alianza de barrio, auténtica y leal, antigua.

El Madrid de los astros no juega bien, en la Liga le gana el Racing, le empata el Villarreal y le pone en apuros el Rayo. En Champions no supera al Genk ni al AEK, y le tuvo que salvar la escasa cosecha de puntos un tal Centeno para poder ser primero de grupo. La compra de los más caros y reputados futbolistas del planeta no sólo desacredita la labor ojeadora de Valdano, sino que anestesia el placer de vencer con gente de casa o con asombrosos descubrimientos rescatados de favelas.

La presunta superioridad del Real Madrid ha volatilizado el riesgo, el entusiasmo, la opción de hazaña que brinda la imperfección, el contra-pronóstico. Si este Madrid gana en Liga, el aficionado apaga la tele o se sacude las pipas antes de abandonar el estadio con una mueca de satisfacción, porque no puede arrebatarse ante un deber cumplido. Vencer a Osasuna, al Alavés, al Espanyol, ¿qué mérito tiene jugando con Roberto Carlos, Raúl, Zidane, Figo y Ronaldo? ¿A quién puede emocionar incluso una goleada? Si cae derrotado en casa ante un rival menor europeo o si se derrumba en cualquier campo nacional ante un conjunto con una plantilla veinte veces más barata, ¿a quién le puede doler?, ¿cómo compadecerse de esos jugadores estratosféricos?, ¿puede el seguidor madridista sentir lástima por el fracaso de un conjunto que no tiene excusa para el naufragio? Quizá el aficionado blanco, ante los contratiempos, padezca indignación y desesperanza, pero ésos no son sentimientos de filiación y complicidad, esas emociones no alientan la esperanza ni un afán de superación, sino de desapego y desidia.

El Atlético de Madrid, sin embargo, sigue fiel a sí mismo, torturado y tortuoso, burlado por los árbitros, las lesiones y los empates. ¿Cuál es el fin último de un club de fútbol?: quizá satisfacer a sus devotos. El Atlético de Madrid exhibe en la vitrina de sus gradas su mayor tesoro: la afición, unos fieles que se entregan a las desgracias y a los premios de un equipo sin tanto lustre ni glorias pasadas. El hincha rojiblanco es feliz en el sufrimiento y en el esplendor porque cree en sus colores como en un destino. El madridista, en cambio, a años luz observa a sus estrellas que palpitan desacompasadas con su corazón. Si el fin de semana que viene Ronaldo marca en el Camp Nou, el jugador y el hincha se alegrarán por motivos distintos. Si fracasa, el año que viene, Schevenko.

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