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Columna
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Lunes al sol

De vez en cuando una película te deja a la vez apabullado y satisfecho por su consistencia, esa textura sólica y alimenticia con la que los lenguajes artísticos te ayudan a combatir las tuberculosis del espíritu. Tiempos de tuberculosis. Rodrigo Rato ha engordado, lleva un cuello de camisa mal ajustado y no se cree a sí mismo cuando minimiza los efectos de la inflación. Yo me siento en la butaca de un cine para ver Los lunes al sol, de Fernando León de Aranoa, película afortunadamente seleccionada para el Oscar a la mejor producción extranjera.

El tempus del filme lo condiciona el no tiempo de un grupo de parados forzosos gallegos, víctimas de reconversión industrial, asfixiados por la nostalgia de lo que pudo haber sido y no fue y por la angustia de carecer de futuro. La melancolía y la derrota individual y de clase en la memoria y la desesperanza y la rabia impotente ante la inexistencia del futuro. Sin pasado y sin porvenir, el tiempo queda en manos del presente como un Gran Inquisidor al que le ofrendan cañas de cerveza.

El personaje que encarna un cada vez más extraordinario actor, Javier Bardem, es el relativizado héroe lúcido de estos vencidos sociales, y su propio parsimonioso volumen plasma la relación paralizada entre el espacio y el tiempo. El casting de la película ha sido hecho en estado de gracia y te crees todos los sistemas de señales que envían los intérpretes, diríase que nacidos para la farsa de la posmodernidad vivida desde un sector de la globalizada clase obrera española en desguace. Los lunes, si no llueve, toman el sol. Al margen del orden y del desorden, sobreviven gracias a la capacidad de encuentro en el bar de un compañero que supo invertir el pago del despido, y ese pequeño escenario se convierte en el vertedero confesionario de la premonición de destrucciones todavía peores. Incluida la muerte.

Gran película sobre las derrotas del siglo XX y la dificultad de construir esperanzas laicas para el XXI. Acaban de detener en Italia a un grupo de activistas críticos de la globalización y a Rodrigo Rato, insisto, no le veo tan seguro de sí mismo como exige el tema. Y es que cada lunes los expulsados del mercado de trabajo reproducen el escandaloso desafío de tomar el sol.

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