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Tribuna:
Tribuna
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De regreso del infierno

Definitivamente, soy al revés. Mis novelas, por ejemplo, se han tropezado siempre con los hechos reales como si éstos fueran un obstáculo para la vida misma de sus personajes, y de su autor, y el menor asomo de un dato objetivo puede dejarme totalmente paralizado y sin ganas de escribir, cuando tengo mi ficción ya bastante elaborada. Recuerdo, por ejemplo, el plano de la ciudad de Montpellier que conservé desde los años en que viví en esa ciudad, pensando que me sería útil el día en que quisiera situar la acción de algún cuento o novela en ese hermoso escenario del sur de Francia. Pero, maldita sea, el día en que imaginé al personaje de Max Gutiérrez y puse en marcha el largo proceso de pre-escritura que precede a todas mis ficciones y que, en este caso preciso, desembocaría finalmente en Reo de nocturnidad, recordé aquel plano de Montpellier, lo busqué, lo encontré, feliz, lo coloqué en el suelo, lo abrí, lo desplegué cuan grande era, y, al ver que iba a tener que lidiar con tanta realidad, y podría decir también, con tanta verdad, me aterré, lo plegué y arrugué hasta reducirlo a su mínima dimensión, y lo hice desaparecer lo más rápido posible. Pero, aun así, aquella instantánea visión del Montpellier real, y, digamos, topográfico, me abrumó, me llenó de desánimo, y me tuvo paralizado durante largos meses en lo que a la puesta en marcha de aquella novela se refiere. Recuerdo que llegué a creer que aquel libro había muerto antes de nacer, inclusive, y es cierto que tuve que esperar un buen tiempo antes de que Max Gutiérrez y su mundo insomne volvieran a asomar la nariz y a dar señales de vida literaria. Y por supuesto que ni a Max ni a sus compinches novelescos me atreví a mostrarles nunca jamás aquel maldito plano de la ciudad en que vivían, para mí.

Con Lima, en cambio, no he tenido mayor problema, desde que, además de todo, algún día leí que existen los turistas al revés, o sea aquellos que buscan precisamente aquello que no existe. Y es que la ciudad de Lima que yo viví y recorrí tanto, antes de marcharme a Europa, prácticamente desapareció íntegra en los treinta y cuatro largos años que estuve ausente. Por la Lima de hoy me he paseado días o tardes enteras enterrando datos y lugares para siempre, creo, aunque nunca recuerdos o sentimientos tan profundos como remotos. Y, así, he visto la casa en que nací, pero no es ésa ya la casa en que yo nací, no, ni hablar, y he visitado la casa de mi primer amor, por dar sólo un ejemplo más, pero la casa me respondió tan clara y contundentemente que ya ni siquiera estuvo ahí, pues había otra nueva en su lugar y punto. En fin, y así calles y plazas y barrios enteros. Y también la ciudad entera, por qué no.

O sea que ahora lo malo, o lo lindo, que de las dos cosas hay, o lo trágico y lo divertido, también, por qué no, ha sido la manera en que primero he descrito, en un artículo o en mi última novela, lugares que apenas vislumbré o conocí hace mil años, y, lo juro, cuando he ido a visitarlos los he encontrado bastante parecidos a lo que yo he querido contar, cuando menos. Y una tarde del verano de 2002, una tarde de febrero, para ser bien preciso, me recorrí íntegros La Victoria y los Barrios Altos, bastante dantescos, ambos, por momentos, y realmente tuve la sensación, al terminar ese largo paseo y emprender el retorno, de estar de regreso del infierno, aunque parte de esta sensación provenga, debo reconocerlo, de mi propio despiste y del apresuramiento literario con que generalmente enfrento un mundo cuando éste me es hostil o simplemente me agrede con su fealdad o su chatura y aburrimiento.

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Por La Victoria y Barrios Altos anduvimos Anita, mi linda Anita, y yo -ella al volante y yo "a los comentarios"- nada menos que un día de carnaval. Vimos la miseria de otroras importantes barrios de la ciudad, pero en su salsa de carroña, por decirlo de la manera más literaria, y aludiendo a la frase de Mario Vargas Llosa, que hice cien por ciento mía, aquella tarde, según la cual los escritores somos como los buitres y nos encanta alimentarnos de carroña -para luego defecar en nuestros libros, me imagino-, en lo que sería, según esta lógica, el acto mismo de la creación literaria. Porque meterse por La Victoria y los Barrios Altos en pleno carnaval, pero ignorándolo, es ser observador y buitre, al mismo tiempo, turista al revés y bulímico gustador de carroña, todo a la vez. Y por ello estoy seguro de que Anita, que sí sabía que estábamos en pleno desborde carnavalesco-popular, y muy muy pobre, también, prefirió dejarme feliz con mi infelicísima ignorancia, y dejó de informarme durante buena parte del trayecto de que andábamos en épocas del rey Momo. Ella es una lectora aguda y sensible como pocas, y también mujer comprensiva como poquísimas, y seguro que me vio tan satisfechamente espantado y buitre que decidió que, bueno, que cada loco con su tema. Y fue así, gracias a ella, en el fondo, como tantos escenarios de mi novela del momento se parecían tanto a mi libro y a sí mismos, paralelamente, y sin que yo hubiera tenido nunca nada que ver con ellos en mi vida.

Todo el mundo estaba embetunado y embarrado y empapado en el infierno que íbamos atravesando en mi automóvil, ella al volante y yo de comentarista-buitre, bien agarrado a las ramas del árbol de mi espanto, mientras unos muchachos que jugaban voleibol-carroña ni se fijaban en nosotros, aunque, muy profesionalmente, eso sí, elevaban la red para que pasara nuestro automóvil, justo en el instante en que íbamos a arrasar con ese trozo del infierno. Y el fútbol, dios mío. Pues el fútbol lo juegan por ahí en canchas de carroña y tan embadurnados los cracks de ambos equipos, que, la verdad, imposible detectar quién pertenece a un equipo y quién al otro, aunque todos corren como locos por la pelota, como locos sueltos, sí, y con una pasión y entrega que, estoy seguro, hace siglos ningún aficionado peruano ha visto en los miembros de la selección nacional de fútbol, y con mucho más riesgo y habilidad, también, por supuesto, porque había pases en los que la pelota quedaba debajo de mi auto y ellos como si nada, se metían entre las ruedas sin manchármelas de betún, siquiera, y de entre la ruedas y la muerte por atropello salían airosos con la pelota y continuaban con su corrida rumbo a la inmortalidad futbolera y callejera, gol-gol-gol-gol-gol, resbalándose entre charcos de agua y lodo y carroña para escritor, mientras, además, en cada cuadra o en cada manzana había una o dos piscinas de plástico florido y meadísimo, seguramente, algunas inmensas y otras para el bebe solamente, aunque en todas por igual chapaleaban pintarrajeados niños, jóvenes y adultos, mamapanchas semidesnudas y adolescentes neorrealistas en su inmunda juventud y empapada silueta mal alimentada, desgraciadamente. Pero era carnaval y eran felices, muy felices, mientras que yo era

un buitre bastante fracasado ya, sobre todo desde que me enteré de que aquel infierno, con ser infierno, no lo era del todo, aunque la miseria de algunos edificios tugurizados y la amenaza de mil incendios y derrumbes sí fuese absolutamente espantosa y dantesca e infernal. Pedí chepa, como en los viejos tiempos y le dije a Anita que regresáramos ya, que nos fuéramos a la parte noble de la Lima antigua y nos purificáramos con una buena lavada de manos, cuando menos, y un par de copas en algún lugar limpio y bien iluminado, como decía Hemingway, en aquellos relatos suyos a veces tan tremendamente nihilistas.

Fuimos a dar al viejo hotel Maury, que nunca se sabe si ha vuelto a abrir o ha vuelto a cerrar. Pero la puerta principal estaba abierta y los importantes espejos de antaño colgaban por ahí y alguna luz encendida era como una señal de vida y esperanza. Nos dirigimos al bar, aunque yo antes me dejé ganar por el buitre que aún me habitaba y emprendí el camino escaleras abajo, como quien le busca su lado infernal al asunto. Y me perdí por amplios corredores de hermosas puertas y todo estaba tan limpio como absolutamente cerrado. Pero nada me impresionó tanto como la impecabilidad de un baño inmenso, tan limpio como bien iluminado, aunque sin duda en ello estaba precisamente su nihilismo y su la nada. Ésta es blanca, como la ballena de Melville, y como todos sabemos, también, o sea que huí despavorido, pero fui a dar con una nada metálica y gris, para mi asombro -la cocina del hotel-, limpísima y sumamente abandonada, como todo lo demás, aunque debo decir que el infierno del Maury tiene varias escaleritas de escape, sin duda por aquello de que la antigüedad es clase, forever, y de que, por más domingo al atardecer y sótano y parálisis y angustia que se hubiese ido acumulando ahí, siempre debía haber un ama de llaves de los buenos tiempos idos, o alguien enviado del cielo para redimir a algún cliente extraviado, sediento, y con las manos recién lavadas.

Pero no era así, y cuando regresé al primer piso y busqué a Anita en el bar, ella ya había sido muy educadamente convencida de que ése no era el lugar que yo buscaba. No, no era ni un lugar limpio ni tampoco bien iluminado. Ni se preparaba el pisco sauer de otros tiempos ni los propietarios eran ya los mismos y en todo el local no íbamos a encontrar la calidad que merecíamos. El buen hombre que me repetía ahora muy respetuosamente todo el triste discurso que ya Anita había escuchado, podía servirnos una copa, sí, para eso estaba él allí, desde hace cuarenta años, además, pero precisamente por eso, porque llevaba ahí esos cuarenta años sirviendo copas en ese lugar, nos aconsejaba muy amablemente no probar ni una gota de agua, ahora. Los viejos tiempos de los antiguos propietarios, ah, ésos sí que fueron buenos tiempos, pero resulta que ahora unos coreanos o unos surcoreanos o unos japoneses o sabe Dios quiénes, porque ya nos estábamos yendo y al viejito ése apenas si se le lograba oír un lamentable tono de voz y estado de ánimo, más algo de la misma antigüedad virtuosa que yo había vislumbrado, momentos antes, en mi viaje a las tripas del gastado Maury; en fin, que los nuevos propietarios y los nuevos tiempos y... Pero Anita y yo ya nos habíamos escapado por una de esas escaleritas de salvación y andábamos camino a algo menos triste y solitario y final. Pobre viejo barman, nos había conmovido y le habíamos dado las gracias, pero en su local, aquel atardecer de domingo, apenas si quedaba la luz bañada en nostalgia y pena de sus ojos muy negros y fatigados, y nosotros queríamos regresar del todo del infierno.

Alfredo Bryce Echenique es escritor peruano, ganador del último Premio Planeta con El huerto de mi amada.

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