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Columna
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Nos queda Florencia

Aunque aún faltan unos cuantos meses para que se celebren las próximas elecciones municipales, aparecen en el horizonte las primeras amenazas de una larga y aburrida campaña electoral. De momento, el PP ya ha avisado que no se va a andar por las ramas: 'menos impuestos y más seguridad', tal es su sesuda propuesta. Los estrategas de la derecha han decidido apretar el acelerador y hurgar, a la búsqueda de votos, en los instintos más primarios de la gente. ¿A quien no le gusta sentirse más seguro? ¿Quién hace ascos a la idea de pagar menos, sea al fisco o a la tendera de la esquina? Pues eso, a vender humo, que parece que resulta. No en vano un personaje como Bush -probablemente el presidente más mediocre y con menos talla de toda la historia de los EE UU-, acaba de ganar unas elecciones que le han dado nada menos que el control absoluto del Congreso y el Senado.

La derecha galopa desbocada sin que nadie haga nada sensato para parar su viaje hacia la nada. En el Estado español se han batido, gracias al PP, todos los records europeos de precariedad laboral. La desigualdad en la distribución de la riqueza sigue aumentando. Los emigrantes son tratados como delincuentes. Acceder a una vivienda equivale a casarse con un banco para toda la vida. Pero nada de esto importa, porque la derecha ha decidido desempolvar sus recetas de toda la vida: la seguridad y el orden, por un lado, y la indisoluble unidad de la patria por otro. Y a ellas ha añadido una que le sopló al oído el jefe Bush mientras se fumaba un puro con los pies sobre la mesa: prometer menos impuestos. Todo un programa político para afrontar los retos del futuro.

Atrás quedaron los tiempos de la derecha civilizada que surgió en Europa tras la derrota del nazismo. Una derecha que encarnaban los partidos democratacristianos y asimilados y que hacía política sabiendo que no hay nada peor para la expansión económica que la inestabilidad, la incertidumbre y la inseguridad; que gastar dinero en educación, vivienda, o protección social puede ser mejor que gastarlo en luchar contra la delincuencia; que proteger los derechos humanos y sociales cuesta dinero y que ello exige un cierto esfuerzo fiscal; que jugar a la guerra es peor que negociar la paz.

Con perdón de los rusos, ucranios, lituanos, moldavos, etc., que sufrieron sus peores consecuencias, a veces uno siente nostalgia de la Unión Soviética. No por el modelo que representaba, sino porque su mera existencia servía, de facto, como muro de contención frente a las tentaciones de la derecha de siempre en los países europeos. En el gobierno o en la oposición, aprendieron a preferir negocios seguros en un contexto de estabilidad social, que apuestas por procesos de enriquecimiento rápidos que generaran incertidumbre y descontento, dando alas a la izquierda. Pero es que entonces había izquierda, y su presencia se dejaba sentir en la política, en la universidad, en la cultura, en la calle..., en la defensa de unos valores alternativos. Hoy, en buena parte de Europa, la izquierda busca torpemente un lugar bajo el sol, adaptándose al ritmo que marca la derecha. Incapaz de articular nuevas propuestas, se limita a integrar en su discurso las preocupaciones que previamente ha sembrado esta última en la sociedad. Aquí también, los representantes de la izquierda mayoritaria temen hablar de impuestos, de políticas sociales avanzadas, de solidaridad, o de federalismo, no vaya a ser que la derecha les tilde de rojos separatistas. Temen movilizar a la gente contra la guerra, no vaya a ser que Bush y Aznar les acusen de complicidad con el terrorismo.

Así las cosas, es probable que durante los próximos meses asistamos a una pugna por demostrar quién es capaz de bajar más los impuestos, quién ofrece más seguridad, o quién defiende mejor la unidad de España. La derecha ya ha marcado el terreno de juego. Difícil ilusionarse en estos tiempos que corren. Eso sí, al menos nos queda Florencia.

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