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Columna
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Fontanería exótica

Dispuesto a terminar con tanto goteo de grifos, la ducha con agua flácida y las cisternas con música nocturna, decidí llamar a un fontanero para que pusiera en orden el agua de mi casa. El primo de un amigo mío tenía un cuñado con influencias en el gremio, así que al cabo de un mes ya apareció por la puerta. Trabajó durante todo un día con tanta soltura y profesionalidad que me dejó admirado y no pude dejar de observarlo. Hasta me instaló una ducha a presión, de esas que te envuelven de agua por todas partes, y sospecho que también colocó otros motores de presión por toda la casa. Me inspiraba tanto respeto que no pude evitar preguntarle por el Plan Hidrológico Nacional. Estaba completamente a favor porque el agua, según me dijo, se puede controlar y planificar con inteligencia y teníamos que ser modernos. Le firmé varias letras a dos años, mientras me aconsejaba que llamase a un albañil para reparar azulejos y baldosas.

Cuando se marchó, no pude resistir la tentación de probar la ducha para disfrutar de un placer que sólo se recuerda en la adolescencia. El primer chorrito impactó directamente en mi ojo izquierdo y todavía lo tengo irritado. El agua me aturdía la cabeza, mientras que otras partes de mi cuerpo estaban más secas que un polisario sin voto. El segundo se estrelló más abajo, a temperatura de ebullición, de forma que la rodilla subió automática para chocar brutalmente contra un grifo. Salí de allí medio tuerto, dolorido y con moratones. Días después comprobé que cañerías y cisternas seguían goteando, eso sí, con un ritmo distinto. El vecino del quinto armó un escándalo porque se quedó sin presión y organizó una manifestación por la escalera con otros afectados. El portero se pasaba el día con la oreja pegada a las paredes o agachado sobre el suelo, como un siux, para descubrir al desaprensivo que acaparaba el agua. El presidente de la comunidad se marchó y la junta de vecinos estaba dividida en varias facciones.

Desesperado, alguien me recomendó a un ciudadano con antecedentes exóticos que está especializado en la danza de la lluvia, pero que también tiene virtudes para civilizar el agua descarriada. Ahora lo tengo todos los viernes en el salón de la casa, de seis a siete, bailando como un poseso por el módico precio de seis euros. Todavía no pasa nada, pero tengo esperanzas. Como me gusta estar abierto a todas las opiniones, también le pregunté por el Plan Hidrológico. No dijo nada, siguió danzando, pero me miró fijamente y realizó un gesto raro con ambos brazos. No sé si era parte del ritual o me mandó groseramente a alguna parte.

Tomé la decisión de prescindir de los expertos hidráulicos, ya sean posmodernos o tradicionales, porque sólo consiguen complicar el agua de mi vida. Ahora la aprovecho todo lo que puedo y la dejo fluir a su aire, porque estoy convencido de que tiene vida propia.

La casa la puse en venta, para restaurar, pero el exótico no quiere irse, se asoció con el fontanero y ofrece sus servicios en los otros pisos, dominando por completo al nuevo presidente de la comunidad. Puede que no entienda de agua, pero hay que reconocer que domina el baile de maravilla. Y los vecinos esperan tener agua para todos en el futuro. ¡Creer para ver!

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