Ida Vitale o la palabra precisa
A sus casi ochenta años, Ida Vitale (Montevideo, 1923) publica por primera vez en España; por eso Reducción del infinito completa una antología personal de sus libros anteriores en orden inverso, desde Procura de lo imposible (1998) a Palabra dada (1951). Vitale pertenece al mismo grupo de origen de Mario Benedetti, Carlos Real de Azúa o Emir Rodríguez Monegal; grupo al que su primer marido, el gran ensayista Ángel Rama -muerto en 1983 en accidente aéreo en Barajas, en el que también desaparecieron los escritores Jorge Ibargüengoitia y Manuel Scorza- denominó 'la generación crítica'. En Montevideo, Vitale fue alumna de José Bergamín, en una época en que podía verse por la ciudad a Onetti y Felisberto Hernández. Conoció también a Juan Ramón Jiménez, quien en 1948 la incluyó en una selección de la joven poesía hispanoamericana. Ida Vitale debió salir de su país en 1973, debido a la represión del gobierno militar; vivió primero en México, donde fue miembro del consejo editorial de Vuelta, la revista de Octavio Paz, y después en Austin, Tejas, donde aún reside, alternando con largas temporadas en Montevideo. Desde La luz de esta memoria (1949) ha publicado cerca de diez libros de poesía, además de una larga labor como traductora y articulista.
REDUCCIÓN DEL INFINITO
Ida Vitale Tusquets. Barcelona, 2002 278 páginas. 19 euros
Ida Vitale forma parte de la
extensa descendencia latinoamericana de Juan Ramón Jiménez: su poesía se establece en el encuentro entre una exacerbada percepción sensorial y la cristalización de la palabra en su perfil más preciso. Los formalistas rusos sostenían que la poesía busca la máxima equivalencia entre sonido y sentido, en el intento de hacer necesaria, orgánica, la relación convencional entre ambas partes del signo lingüístico. Toda la poesía de Vitale podría ponerse bajo esa aspiración: 'La palabra infinito es infinita, / la palabra misterio es misteriosa. / Ambas son infinitas, misteriosas', escribe. No hay un acontecimiento previo que selecciona los vocablos para hacerse nombrar, hay en cambio una realidad nueva en el mundo, llamada poema y compuesta de partes variables de existencia y sorpresa, de instante expuesto en un blindaje de misterio: 'La nube se disolvió en neblina. / No neblí sino paloma, / un vuelo oscuro cae, piedra sin gravedad...' (Tormenta); o bien: 'Iridiscente en lo más alto de su canto / entre dos luces libre celebra, labra / un elíseo de música en un árbol, / el pájaro burlón, el sinsonte de marzo' (Serie del sinsonte).
La poesía de Vitale tiene entonces ese aire de vaga alquimia que deriva del simbolismo francés y que en Uruguay se deja contaminar por la inventiva verbal de un Herrera y Reissig o, más cerca del intangible origen, por una imantación gongorina: por esos alambiques se destila esta Reducción del infinito. Vitale junta ambos nombres, el del modernista montevideano y el barroco andaluz, en el acápite de la colección de décimas que este libro contiene. Y hay que recordar, en ese momento, que Lezama Lima apuntó: 'Tres siglos después parece como si Mallarmé hubiese escrito la mitología que debe servir de pórtico a don Luis de Góngora'. Un Góngora leído desde La Habana o desde Montevideo.
Lo propio de Ida Vitale es la búsqueda de una estricta modernidad para ese linaje, trabajando con minucia las correspondencias internas del poema, como una construcción progresivamente refractaria a lo confesional, en la que el yo apenas tiene cabida si no es en la misma creación del ritmo, de la melodía señalada por la disposición de las palabras en el verso. Sus sonetos apenas suenan a sonetos, y sus décimas, sin ser del todo ajenas a las de Jorge Guillén (y, a través de éste, a la mirada de Paul Valéry), tienen un acento rioplatense, agnóstico por no decir irreverente, cercano a lo coloquial sin la ingenua pretensión de ser pura habla transcrita: '¿Te protegerán las manos / o los santos en sus nichos / de ceder a los caprichos / de un poniente vuelto Midas, / mientras pasan a vencidas / tus principios contradichos?'.
No le es del todo extraño, por
otra parte, y con los riesgos que ello conlleva, el gusto tan americano por inventariar el mundo, como hicieron Leopoldo Lugones en Odas seculares o Pablo Neruda en el Canto general. Por fortuna, Vitale tiene mejor sentido de la economía, y en una única página, titulada Árboles, convoca 'la encina de Orlando', 'el ombú de Hudson', 'el baniano de Paz', los 'sauces de Garcilaso', 'el árbol esencial que imaginaba Goethe'...
Hay algo de preciso anacronismo en este libro de Ida Vitale: como si su minucioso trabajo formal nos sonara a último eco de una estirpe que se ha ido quedando sin voz en los últimos diez o quince años: la de los poetas que creen en la precisión del sonido, porque el sentido del poema se forma en la audición o -incluso mejor- en la evocación sensorial de la callada lectura solitaria.
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