La vivienda y los papás
Ahora toca hablar de vivienda. Más vale tarde que nunca. Los partidos políticos de todos los colores han guardado silencio mientras los precios se disparaban. La derecha esperaba que el mercado pusiera las cosas en su sitio y la izquierda se contentaba pensando que en un país en que el 85% de los ciudadanos viven en pisos de propiedad los que los compraron hacen unos años debían de estar entusiasmados al ver cómo se revalorizaba su propiedad.
De pronto se han encendido todas las señales de alarma: la recesión ha abierto la espita del miedo a que la gente tenga dificultades para pagar los préstamos. La situación de los jóvenes condenados a vivir con sus padres mucho más allá de lo razonable podría tener consecuencias graves en el sano desarrollo de la sociedad. Las oposiciones se han empezado a desperezar. Y los gobernantes -de España y de Cataluña- han ido tomando conciencia de que tenían un problema. Aznar y Álvarez-Cascos, incapaces de bajar de la nube de su mayoría absoluta, lo han despachado con un argumento digno de una antología de la estupidez política: si son caros es porque la gente tiene dinero y los puede comprar. Ninguno de los dos se presenta a las próximas elecciones. Rato, que es candidato y más listo, ha comprendido enseguida la gravedad del problema y ha ofrecido un pacto sobre la vivienda al PSOE. Es decir, ha tratado de quitarse de encima un problema que sabe que le puede hacer mucho daño socializándolo, compartiéndolo con el primer partido de la oposición. El Gobierno catalán, más rápido todavía y con elecciones más cercanas, se propone ayudar a los padres que paguen pisos a los hijos. Una finta insuperable. La vivienda es un problema para los que no alcanzan a comprarla con sus recursos; para los que tienen unos papás dispuestos a pagar, no hay problema alguno. El Gobierno catalán lo sabe: la propuesta es estrictamente clientelar, destinada al sector social en el que tienen su principal bolsa de voto. A estos papás que compran pisos para los hijos les prometen también gratificaciones en la herencia. No se puede decir que sea una política de vivienda con criterios universales.
La vivienda es un problema capital en Cataluña y en España, espero que su presencia en las campañas esté al nivel de su importancia. El precio imposible de las viviendas tiene entre sus efectos la peterpanización de la juventud y la regresión demográfica. La primera cuestión me parece capital: una sociedad necesita jóvenes autónomos y responsables. Viviendo bajo la tutela de los padres esto es muy difícil de conseguir. La autonomía se conquista afrontando el día a día por sí mismo, con todas sus consecuencias. Retrasando el momento de la emancipación vamos a construir verdaderos ejércitos de hijos de papá, en una sociedad ya de por sí muy dada a la hipocondria y a las paranoias.
La segunda cuestión es la caída de la natalidad. Si no se van de casa, no tienen hijos. Este punto a mí me preocupa menos. Algunos interpretan que no tener hijos es un síntoma de pesimismo y descontento. No estoy seguro. Lo que sí es cierto es que cuando el grado de alfabetización y cultura crece, las tasas de natalidad caen. Y que los países modernos están en tasas cercanas a dos hijos por mujer. Tener hijos -que es un gesto más egoísta que otra cosa, en contra de lo que dice la ideología- guarda mucha relación con las necesidades. Se tienen los que se necesitan para hacer más llevadera la situación en que se está. Cuando disminuyen los problema de supervivencia, cae el número de hijos. Ciertamente, con el 1,1 estamos en las tasas más bajas del mundo. Algunos ven en ello la amenaza de la pérdida de identidad y cultura. Agitar estos fantasmas sólo sirve para estimular las bajas pasiones. La amenaza es falsa por razones de hegemonía cultural, pero también porque los inmigrantes, en cuanto se instalan, convergen rápidamente con las tasas de natalidad del país de acogida.
En cualquier caso, el problema de la vivienda confirma algo perfectamente sabido, por más que el griterío ideológico del PP haya cegado a alguna gente: el mercado no es eficiente para asegurar un derecho fundamental como el de la vivienda. Y por tanto, es exigible al Estado que asuma su responsabilidad. El Gobierno catalán lanza una primera iniciativa: ayudar fiscalmente a los padres que compren pisos a los hijos. Es difícil cuantificar, pero según datos del año 2000 son del orden del 30% los jóvenes emancipados (de entre 25 y 35 años) que viven en pisos comprados por los padres o que han sido ayudados por ellos al comprarlo. Además de que, como estos datos confirman, la medida va claramente orientada a sectores sociales muy concretos, hay algo que me preocupa de ella: ¿por qué ayudar a los padres y no directamente a los hijos? Creo que la iniciativa responde a una idea muy tradicional de familia, en un momento en que ya sólo cabe hablar de familias en plural, porque los modelos son muy diversos, y parte de una idea de responsabilidad equivocada, porque prolonga la tutela de los padres sobre los hijos.
Da la impresión, poniendo la medida en relación con otras ideas de Pujol, que se está fomentando un pacto: yo te pago la casa y tú me tomas a tu cargo cuando sea viejo y no pueda valerme por mí solo. A Pujol le gusta hablar de la cuestión de la responsabilidad, uno de los puntos débiles de las generaciones del 68 para acá (es decir, de la mía y las siguientes). Creo que la responsabilidad requiere autonomía. La verdadera idea de emancipación pasa por ser autosuficiente. Contribuir a que los jóvenes sean autónomos es darles la ayuda a ellos y no a los padres. Por ejemplo, garantizando que haya pisos a precios asequibles para jóvenes que empiezan su carrera laboral. Gratificar a los padres que pagan pisos a sus hijos no modifica en nada el coste de la vivienda -al contrario, puede que contribuya a aumentarlo-. Alquileres bajos, precios controlados, préstamos especiales, éstas son las urgencias que requieren la intervención del Estado sobre el mercado de la vivienda, que, dejado a su aire, está creando ineficiencias muy graves. Incentivar a los padres que pueden comprar pisos a sus hijos no resuelve el problema de verdad -el de los que no pueden- y, encima, beneficia a las empresas constructoras.
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