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La cerilla

Victoria Combalia

Fui a la famosa inauguración del nuevo lugar in del arte contemporáneo parisiense, el Palais de Tokio, el pasado 19 de enero. Todo fue como un mazazo: la entrada, el contenido, los asistentes. La impresión resultante es que el mundo del arte se ha convertido en un espectáculo vacío, un instrumento en manos de políticos y gestores culturales. Dos gorilas como los de las discotecas flanqueaban la entrada. Nada que objetar a la prensa, pero mi acompañante, uno de los protagonistas de las vanguardias internacionales en los años sesenta, se quedó fuera. Todo estaba organizado como en un party: si querías salir, te estampillaban un dibujito azul claro en el dorso de la mano. La exposición inaugural resultaba una gran banalización, precisamente, de las ideas de los años sesenta y setenta, con obras de ínfima calidad. Este fenómeno es muy peligroso, pues da motivos más que sobrados a los que son virulentamente contrarios al arte contemporáneo, como la derecha francesa, siempre crítica con lo que opinan que es un 'derroche presupuestario' en naderías (como si ciertos gastos militares no fueran también un derroche).

La rapidez del medio televisivo hace que todo parezca una nadería

Se ha llegado a inventar un vocablo, 'dadaísmo de Estado' para estas obras recientes que utilizan materiales efímeros y se expresan con gestos cuya provocación no arranca más que una sonrisa. El verdadero dadaísmo fue profundamente transgresor porque se enfrentaba a la Alemania de Bismarck, un telón de fondo fuertemente conservador, como lo fue también, por ejemplo, la España franquista. Ahora lo que es transgresor ha cambiado de rumbo. Ayer en la televisión, en un canal abierto y a las 10.00 de la noche, vi a un sujeto que se hacía un piercing en el ano y todo se veía con gran lujo de detalles: lo que parecía fuerte hará tan sólo cinco años (por ejemplo unas feministas que reivindicaban el masoquismo y que lo hacían en revistas underground) es hoy una imagen de consumo más que se mira entre espagueti y espagueti. La rapidez del medio televisivo -como la de Internet- hace que todo parezca una nadería. En cambio, en una pasarela de moda, los asistentes se escandalizan porque un joven diseñador ha creído que el arte (es decir, la esfera de lo imaginario) y la vida son lo mismo: las modelos desfilaban con unas fundas sobre el rostro que apenas les permitían respirar. Lo escandaloso no son los modelos, poco llevables y poco agraciados, sino la falta de respiración suficiente para las pobres deambulantes, y nada más. El suceso es un ejemplo más de cómo las imágenes de vanguardia (aquí, una del surrealista belga Magritte) se entretejen ya en la vida cotidiana, en este caso en un negocio como el de la moda.

Pero siguiendo con el Palais de Tokio, entre las obras vistas había un panel en el que se leía: 'Donnez vos idées' (dénos sus ideas) y alguien debajo ya había escrito con razón aplastante: 'Payez' (paguen). Un verdadero dadaísta, es fácil de comprender, jamás hubiera escrito una orden como la que se desprende del imperativo 'dénos sus ideas'; más bien hubiera dicho algo así como 'ponga usted aquí lo que quiera'. También un gran mural con un dibujo irrelevante en blanco y negro se ofrecía al visitante para ser coloreado, previo suministro de ceras de colores. Cantera gratuita para futuros publicitarios o jardín de infancia forzado, el espectador se sentía tratado como un párvulo o como víctima de una sutil explotación.

Volví en julio al Palais de Tokio para ver una estupenda exposición del excelente fotógrafo Wolfgang Tillmans (prueba de que no siempre todo es malo en este lugar, por otro lado, muy bello arquitectónicamente) pero me dio el pasmo con una pieza de la exposición adyacente.

El espectador era invitado a descalzarse para entrar en una enorme habitación tapizada toda de negro en cuyo centro, iluminada teatralmente, había una peana con una urna. 'Ha de ser algo visualmente impactante o conceptualmente atrayente', me dije al caminar hacia lo que resultó ser tan sólo... ¡una cerilla!, pero además, una cerilla con pretensiones filosóficas. Pues a la salida, una cartela indicaba que el artista había realizado allá un acto enormemente transgresor, un verdadero corte epistemológico en la historia del arte contemporáneo. Nadie, pues, en tan digna institución recordaba que Picabia había realizado su famoso Retrato de mujer con cerillas en l924 y ya no digamos que Brossa había compuesto un delicioso poema visual titulado Cerilla, con una cerilla real, su dibujo y el nombre escrito. El problema no está en la banalidad, ni en la postura, sino en que cada día somos menos los que vemos las diferencias o nos atrevemos a comentar este nuevo fenómeno.

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Victoria Combalía es crítica de arte.

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