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Maragall y Rodríguez Zapatero

El pasado lunes, Pasqual Maragall estampaba en estas mismas páginas una cálida Carta abierta a José Luis Rodríguez Zapatero; carta de felicitación con motivo del primer bienio de éste en la secretaría general del PSOE, y también glosa apenas implícita de la complementariedad, de la sinergia, de la estrecha incardinación entre el 'nuevo socialismo' que el leonés lidera y el 'nuevo federalismo' que el catalán encarna.

Aunque unos hayan podido encontrar ese texto condescendiente y hasta engreído y otros lo juzguen inoportuno, creo que el presidente del PSC hace bien en defender su contribución a los últimos y parece que prometedores rumbos del socialismo español. Hace bien porque ya no cabe ninguna duda de que será precisamente ahí, en el eje Rodríguez Zapatero-Maragall, donde el Partido Popular piensa aplicar desde ahora hasta 2004 toda su presión crítica, toda su capacidad corrosiva, juzgándolo el eslabón débil o el vientre blando de las líneas adversarias. Basta haber escuchado esta misma semana, en el berroqueño escenario de Trujillo, a Jaime Mayor Oreja ('el socialismo español no es sólo socialismo, sino socialismo más nacionalismo; en Cataluña es más nacionalismo que socialismo...') o a Javier Arenas ('que Rodríguez Zapatero diga si comparte los acuerdos de Pasqual Maragall con ERC en Cataluña...') para percatarse de que estamos apenas en los prolegómenos de un bombardeo sistemático.

Dicha táctica posee, además, una ilustre genealogía intelectual. Con la presciencia que le caracteriza, ese oráculo de la derecha española que atiende por Federico Jiménez Losantos diseccionó ya la cuestión en una columna publicada en diciembre de 2000; un texto que debería ser objeto de estudio en todas las escuelas de periodismo del mundo como ejemplo de aquel aforismo que recomienda no permitir que la realidad estropee un buen artículo. Según la antológica pieza de marras, 'hoy el PSOE -y con él todos los ciudadanos españoles- tiene un problema concreto, que se llama Maragall'. El problema se originó cuando, en las elecciones de 1977, los 'señoritos progres' del PSC-Congrés y los obreros inmigrantes del PSOE -fantasea Jiménez- concurrieron a las urnas por separado. ¿Con qué resultados? 'Creo que el PSC alcanzó a duras penas el 6% y el PSOE quintuplicó tan escuálido apoyo popular' (sic). Pero luego, incomprensiblemente, el pez pequeño se comió al grande, y los Reventós, Obiols, etcétera, 'se convirtieron en el arma oculta de Pujol', y hasta hoy... 'Ese es el Problema Maragall', concluye el inmenso Jiménez Losantos, 'hacer la política de Pujol con los votos de la Pantoja'.

Pero no, no vayamos a creer que la opinión hostil al eje Maragall-Rodríguez Zapatero se circunscribe a las grotescas lucubraciones de un indocumentado, ni siquiera a la estricta caverna mediática. Alguien como César Alonso de los Ríos (ex comunista, ex socialista, autor del libro La izquierda y la nación) lleva meses advirtiendo: 'Me da miedo Maragall, es decir, su victoria'. ¿Por qué? 'Porque si Maragall llegara a ganar reivindicaría su papel de coordinador del socialismo. Rodríguez Zapatero tendría que telefonear todos los días a la Generalitat, y los Elorza y Eguiguren se impondrían en el País Vasco. (...) En definitiva, Maragall querría ser el impulsor de una segunda transición: la confederación de naciones'. En un registro mucho menos tremendista, sigue habiendo en Cataluña quien juzga incomprensible y suicida el empeño maragalliano de entenderse con Esquerra, y ya se escucha en la misma cúpula del PSC la tesis de que una eventual coalición de gobierno con ERC a fines de 2003 tendría que ser aplazada unos meses para no torpedear las posibilidades de Rodríguez Zapatero en las generales de la primavera siguiente.

Para contrarrestar esta espesa nube de desconfianza, de recelos, de fobias ante la idea de que un catalán casi nacionalista, capaz de pactar con independentistas, pueda tener vara alta en el PSOE y, por ende, en la política española; para disipar eso hacen falta algo más que beatíficas invocaciones al 'futuro de España como unión de los pueblos que la forman', más que llamamientos a 'recoger los cabos sueltos de la Constitución', más que abrazos u otras expresiones de fraterna amistad entre el presidente del PSC y el secretario general del PSOE. Para combatir el alud de prejuicios que hoy amenazan el eje estratégico Maragall-Rodríguez Zapatero sería menester esa revolución de la cultura política española, esa pedagogía de las lealtades múltiples, de la pluralidad identitaria y de la complejidad simbólica que el Partido Socialista pudo impulsar durante su larga y ancha hegemonía -¿quién estaba en condiciones de impedírselo, entre 1982 y 1993?-, pero no tuvo la voluntad de acometer.

Esta misma semana hemos sabido que los aspirantes a suboficiales y oficiales de las Fuerzas Armadas españolas asumen plenamente la democracia, pero muestran inquietantes reticencias ante el sistema autonómico y la pluralidad institucional que lo caracteriza. ¿Cabe sorprenderse de ello? ¿Acaso la lectura de casi toda la prensa de difusión estatal no favorece esa visión negativa de las autonomías y los nacionalismos periféricos? ¿Acaso algún Gobierno central ha intentado alguna vez en serio corregir la ancestral cultura del unitarismo? Si la pedagogía a la que me refiero se hubiese realizado, ni el PP podría utilizar hoy a Maragall como espantajo, ni Aznar habría podido hacer de la megabandera de la plaza de Colón un sayo bajo el que ocultar sus vergüenzas.

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En esta como en tantas otras materias, la derecha se limita a explotar -eso sí, sin escrúpulos de ningún género- los miedos, las debilidades y los fantasmas de la izquierda.

Joan B. Culla i Clarà es profesor de historia contemporánea de la UAB

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