Los difuntos
'De olor y qué bonitas', grita la florista junto a la verja del camposanto de la Almudena, mientras los vendedores desmantelan los puestos de rosas y arrojan los tablones de los andamios a la camioneta de motor encendido. Y su voz desgarrada en este momento de la jornada en que la noche cubre la tierra con su negra túnica y salen del cementerio los últimos visitantes, se hinca como un navajazo en la sensibilidad del huérfano.
Es el primer día de noviembre, fiesta de Todos los Santos, y huele a humo en el descampado del suburbio que rodea el cementerio. En la carretera secundaria, la camioneta adelanta al carromato de la familia gitana escoltado por la jauría. La tarde conserva el frío de la mañana, pero no su claridad de diamante, y a esta hora en que más solos se quedan los muertos, un viento poderoso barre la paramera del extrarradio con el ímpetu de un escuadrón.
Avanza sin remedio la noche, se enciende el alumbrado público y apetece recogerse junto a las estufas domésticas. Con la cabeza inclinada para protegerse del huracán baja el huérfano la antigua carretera de Aragón de la mano de sus familiares enlutados, y a la altura del arroyo Abroñigal y de la vistosa plaza de toros de Las Ventas el horizonte de chabolas se difumina y ennegrece. En ese momento solemne de la despedida del sol, la imaginación del adolescente resbala por la bóveda del cielo y se pierde tras los límites marcados por las chabolas en busca de otras geografías: la meseta de Castilla barrida por el cierzo, el bosque gallego animado de fantasmas o la aldea costera de calles pinas que una mujer remonta a esta misma hora en que el huérfano la recuerda de un verano antiguo, encaminándose a la iglesia abierta para el rosario mientras el acordeón asmático de un pescador arrulla sobre un fondo de mar agitada.
Todavía es pronto para que en la taberna del puerto o en la fraga de Cecebre o en la dehesa desamparada en la llanura castellana, junto a la lumbre de la chimenea y con las letanías como colofón del tazón de caldo que templó las manos y el estómago, se mencione a los antepasados de los alrededores o de la propia casa, ya difuntos. En la tarde cenicienta de noviembre, la mujer de luto apretó la mano del huérfano, tan blanca como su candor, y señalándole el alto nicho del cementerio de la Almudena le anunció, como si señalara una estrella: 'Ahí está tu padre'. La estampa del familiar emparedado persigue al adolescente mientras vuelve a casa por las calles mal iluminadas, y enredada en su fantasía habrá de sobrecogerlo en noches sucesivas, cuando en las tinieblas se le aparezca el rostro lívido que hace días descansaba en el féretro negro sobre el colchón de la cama más grande de su casa, entre cirios y susurros.
En las evocaciones desapacibles de su existencia de huérfano, el albergue de los desaparecidos de la tierra se relaciona con el caserón de pasillos interminables que retrata con pavorosa exactitud el cine neorrealista. Esos corredores destartalados que el joven recorrió en el hospital de la glorieta de Atocha -junto a las monjas de la toca corniveleta-, abocaban a habitaciones altas y desabrigadas donde su padre recibía la atención del mismo médico que pasaba consulta en el manicomio de Leganés. La enfermedad y la muerte, esas dos categorías aprendidas tan pronto por el huérfano, son inseparables de la gélida noche de noviembre, de la acomodación del cuerpo destemplado en la casa que tarda en volverse acogedora y de la apoteosis de la radio del comedor.
Se sienta el adolescente junto al aparato sonoro mientras la mujer de luto prepara la cena en la cocina. En la oscuridad deliberada de la sala del comedor -para que el encendido de la radio no dispare la potencia contratada y haga saltar los plomos-, las figuras tenebrosas de su más reciente experiencia son desplazadas por las de la algarabía radiofónica. Muy propia de estas fechas es la función de teatro que retransmite. No acierta a imaginar el huérfano los decorados de la hostería, la calle, la celda y la quinta sobre el Guadalquivir, pero la música del verso de Zorrilla le encandila. Y a impulsos de este ritmo, desea con toda su alma escapar de su vida tétrica hacia el mundo de la seducción amorosa que consuela el corazón del hombre. 'Luz de donde el sol la toma / hermosísima paloma / privada de libertad'. Y la frescura de la rima alivia la pena del huérfano con la misma agudeza que el pregón de la vendedora de rosas.
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