Recuerdos del infierno norcoreano
Los niños habían recibido aquella tarde la orden de extraer de la cantera una tonelada de arcilla mientras yo había sido encargado de trasladar los bloques de tierra hasta los camiones. De pronto escuché un ruido ensordecedor. Un derrumbamiento sepultó a un puñado de críos. Varios resultaron muertos en el accidente. Estaba angustiado. Este trabajo no estaba hecho para muchachos de mi edad. Apenas rescatados los cadáveres y evacuados los heridos, los supervivientes, a golpes, tuvieron que volver al tajo'.
Kang Chol-Hwan, de 32 años, recuerda en voz baja, en una entrevista con EL PAÍS a través de un intérprete, sus terribles vivencias del campo de reeducación de Yoduk, en Corea del Norte. Allí fue internado, a la edad de nueve años, con toda su familia por alguna falta contrarrevolucionaria cometida por su abuelo.
'Dos militares fueron ahorcados y, mientras los cadáveres aún orinaban, los guardianes nos ordenaron a los 2.000 asistentes que les lanzásemos piedras'
Permaneció una década detrás de los muros y las alambradas, hasta que en 1987 fue liberado, vivió en diversos lugares de Corea del Norte y logró, después, escaparse a China y, de ahí, a Seúl. Su libro Las peceras de Pyongyang, publicado hace dos años por Harper Collins en Estados Unidos y por Robert Laffont en Francia, fue el primer testimonio sobre el gulag norcoreano.
Designado por el presidente George Bush como uno de los tres miembros del Eje del mal, el régimen comunista norcoreano vuelve a estar estos días en el ojo del huracán porque, según Washington y Seúl, ha desarrollado dos o tres bombas atómicas y tiene además la intención de proseguir su programa nuclear desdiciéndose de sus compromisos.
La peor faceta del líder Kim Jong-il no es, sin embargo, su amenazadora política exterior, sino la represión interna y, desde 1997, la hambruna que ha causado la muerte de cientos de miles de norcoreanos.
La familia de Kang Chol-Hwan, emigrada a Japón, cometió el error de regresar a su patria norcoreana para ayudar a la revolución. Al poco tiempo de su instalación en Pyongyang, su abuelo no volvió a casa y, a partir de entonces, empezaron las desgracias para sus parientes, que, con la excepción de la madre, fueron deportados a Yoduk en agosto de 1977.
'Nunca supe lo que se reprochaba a mi abuelo ni tampoco le volví a ver porque le enviaron a un campo de régimen severo, no de reeducación como Yoduk', comenta Kang. 'A mi madre, la policía política la obligó a divorciarse sin ni siquiera hacerla firmar ningún documento'.
'La reeducación en Yoduk', recuerda Kang, 'consistía, entre otras cosas, en escuchar, al maestro del colegio al que iba, decirnos que, por ser hijos de contrarrevolucionarios, merecíamos morir, pero que, gracias a la magnanimidad del Partido y del Gran Líder, se nos estaba dando la posibilidad de enmendarnos'.
Además de recibir lecciones de matemáticas, de lengua y, sobre todo, de la historia del partido y los discurcos de Kim Jong- il, los niños dedicaban las tardes a trabajar extrayendo, por ejemplo, arcilla. 'Nuestras raciones alimentarias, básicamente unos cuatrocientos gramos de maíz al día, eran escasas para los esfuerzos que hacíamos', prosigue Kang.
'De ahí que, sobre todo al final del duro invierno, muriesen muchos niños y ancianos', rememora Kang. 'Una mera gripe era con frecuencia mortal porque apenas había medicinas -sólo algunos antiinflamatorios- en el ambulatorio del área que ocupábamos en el campo'. 'Calculé que fallecían un centenar de personas al año sobre una población que oscilaba entre las 2.000 y 3.000'. 'Antes de inhumar los cadáveres, les quitábamos ropa y calzado para reutilizarlo'.
Kang supo que había llegado a la edad adulta cuando, en una de las últimas clases, el maestro dijo a sus alumnos: 'Antes, si cometíais un error, incluso grave, se os castigaba, pero no se os fusilaba. Ahora sois adultos responsables, ya podéis ser fusilados'.
Antes, como niño, ya había visto obligado algunas ejecuciones públicas de internos que intentaron evadirse. 'Dos militares fueron ahorcados y, mientras los cadáveres aún orinaban, los guardianes nos ordenaron a los 2.000 asistentes que cada uno les lanzase una piedra al tiempo que gritaba: '¡Muerte a los traidores!'. 'En alguna otra ocasión se lapidó a los vivos'. 'Esa vivencia es la que más me ha marcado'.
Otros episodios atroces de la vida del campo supusieron para Kang y los adolescentes de su edad una distracción. 'Para no engendrar a contrarrevolucionarios, las relaciones sexuales estaban prohibidas, y cuando se sospechaba que una pareja podía haberlas mantenido, el hombre era enviado al calabozo y la mujer debía hacer una autocrítica pública narrando cómo había sido el coito', recuerda Kang.
Educación sexual
'El relato nunca satisfacía el morbo de nuestros cancerberos, que exigían conocer todo tipo de detalles sobre los retozos sexuales'. 'Nosotros, los jóvenes, reíamos con discreción en un rincón mientras seguíamos lo que era nuestra primera clase de educación sexual'.
A varias parejas no les pillaron mientras hacían el amor en esos barracones sin agua corriente y con poca luz eléctrica en los que se alojaban. Alguna mujer se quedó incluso embarazada. Su estado no la libraba de la sesión de escarnio público. 'Se las obligaba a desnudarse ante los demás internos, debían exhibir su vientre tenso y casi siempre se las forzaba a abortar'. 'Si el embarazo llegaba a término, porque lograba disimularlo, se le quitaba a su hijo después del parto'.
Tres años después de su liberación, Kang logró reencontrarse con su madre en Pyongyang. Más tarde cruzó clandestinamente la frontera con China y, en septiembre de 1992, un carguero hondureño le llevó hasta las aguas surcoreanas. 'Ni siquiera me atrevo a soñar con volver a ver a mi madre y mis hermanos'. Pese a la relativa distensión entre las dos Coreas, 'sé que es imposible'.
Doscientos mil reclusos en 10 campos de concentración
TODO HA IDO a peor desde que Kang Chol-Hwan franqueó la puerta de salida del campo de reeducación de Yoduk, donde vivían unos 20.000 reclusos. 'Si entonces ya se racionaba drásticamente la comida, imagínese ahora, cuando, desde mediados de los noventa, el país entero padece la hambruna', comenta Kang en Seúl, donde compagina su trabajo en la edición digital de un diario con su denuncia del sistema carcelario norcoreano.
'Hay unas 200.000 personas -casi el 1% de la población- en campos de reeducación como en el que yo estuve, y en otros aún peores', prosigue. Su estimación es, a grandes rasgos, compartida por las organizaciones de defensa de los derechos humanos, aunque hacer conjeturas sobre un sistema tan opaco es harto difícil.
Hoy día permanecen abiertos, según Kang, nueve campos, tres menos que hace unos años, pero con un número equivalente de reclusos. La mayoría son mixtos, con un área para los reeducables y otra para los irrecuperables. 'Los internos están, por tanto, más hacinados', asegura.
'La diferencia entre los campos de reeducación y los demás', añade Kang, 'es que de los primeros se puede esperar salir algún día, no así de los segundos. A los reclusos de estos últimos campos ya no se les exige que coloquen en las paredes de sus barracones los retratos del Gran Líder porque se les da por perdidos'.
'No siempre permanecen en el campo estos presidiarios, sino que se les traslada para que lleven a cabo, de sol a sol y sin ningún tipo de protección, los peores trabajos. Hay indicios de que se les utiliza masivamente en tareas peligrosas, como, por ejemplo, la fabricación de armas de destrucción masiva'.
¿Quienes van a un campo y quienes van a otro? 'En mis tiempos se nos decía que entre los internos del campo de régimen severo había miembros de familias de los antiguos propietarios agrícolas, ex capitalistas, cristianos practicantes, espías y un montón de víctimas de las purgas internas del partido. Ahora supongo que habrá también fugitivos que fracasaron en su huida hacia China para librarse de la hambruna'.
'La situación de los derechos humanos es espantosa', concluye. 'No puede haber reconciliación entre ambas Coreas sin una solución'.
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