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El átomo falso

La inagotable capacidad de asombro de la opinión pública se ha puesto a prueba durante los últimos meses con algunos relevantes casos de fraude científico. El prestigioso Bell Labs cesaba a su gran estrella, el físico Jan Hendrick Schön, tras verificar que no hay prueba alguna que sostenga los 17 artículos publicados donde presentaba extraordinarios avances en electrónica molecular y superconductividad. Por su parte, el Lawrence Berkeley Laboratory desmentía la creación de los elementos pesados 116 y 118 y despedía fulminantemente al físico Víctor Ninov, protagonista de la bufonada publicada en una revista científica de primer orden. En la comunidad científica internacional circulan otras sospechas sobre trabajos de menor calibre y ponen en evidencia que la presión por alcanzar el estrellato en el ámbito de la ciencia ha estallado con casos de pura fullería, más propios de comedia científica de serie B que de las prestigiosas instituciones en los que se incuban y de las revistas en las que se publican. Aunque los fraudes en ciencia tienen su historia, aquellos viejos engaños, de los que fuimos debidamente instruidos en los maravillosos libros de Martín Gardner, siempre tenían más sabor a los inventos del profesor Franz de Copenhague que a imposturas de naturaleza canalla. Ahora las cosas parecen diferentes y que tengamos que pasar por el control antidoping los artículos de las más eminentes publicaciones científicas internacionales no deja de ser una excelsa paradoja. Que una prestigiosa revista internacional de física sea, a la vez, una publicación científica y un cómic de ciencia-ficción es un complejo acto de simultaneidad fronterizo con el dadaísmo.

Cuando Guy Debord escribió en los años setenta La sociedad del espectáculo reflejó la atmósfera que se estaba creando en las sociedades industrializadas y advertía del triunfo de la apariencia de la realidad sobre la realidad misma. En la nueva sociedad de masas dominada por las tecnologías y las nuevas formas de comunicación ya no importaría tanto el ser algo como simplemente parecerlo. El triunfo de la apariencia nos conduciría hacia un mundo etéreo y banalizado en el que reinaría el disfraz y la epidermis. Para qué uno iba a neurotizarse en la búsqueda de una personalidad interesante cuando bastaba simplemente con que el coche fuera lo interesante. En un simple proceso de transferencia se aniquilaban los demonios interiores y se depositaban en el concesionario de automóviles. Debord estaba muy impactado por la nueva publicidad y la creación de los mundos vacíos que ésta propiciaba, por la mercantilización de las existencias y por la despersonalización de los individuos fundidos en masas de consumidores. Los años han corrido y la realidad ha corroborado sus peores presagios..., bueno, los ha superado. Ni tras liquidarse dos cajas de Pauillac de buena añada en una terraza del bulevar Saint Germain, Debord habría dado crédito a la historia del científico que se inventa, y nunca mejor dicho, un nuevo elemento de la Tabla Periódica sacándose algunos datos de la chistera. Él pensaba, ingenuamente visto desde hoy, que los procesos de espectacularidad no rebasarían los ámbitos de la cultura cívica, la comunicación y la política, lo que hoy denominamos las esferas de lo público.

En nuestro presente la ciencia, ámbito sagrado antaño reservado a la más intocable de las purezas, parece haber sucumbido ante la fatal atracción de las leyes del espectáculo, del redoble de tambor y del 'y ahora... el más difícil todavía'. Nada extraño por otra parte, en esta sociedad artificial que cada vez nos pide un poquito más en todo: más belleza, más rapidez, más interactividad.

Atropellados por este torbellino de superación imposible, las víctimas con el perfeccionamiento atascado se refugian en la nandrolona o en los cursillos de shiatsu, en los carajillos de anís o en los libros de autoayuda, en la inyecciones de botox o en los horóscopos telefónicos. El que podamos encerrar en el mismo espacio de la sospecha a un eminente científico, a Marco Pantani y a un culturista inflado en un gimnasio de barrio no deja de ser un acto profundamente poético.

De todas maneras, el final de cualquier impostura suele ser funesto. A unos les espera el destierro infinito de la comunidad científica, a otros el amargo repudio del hipócrita descubierto en la doble vida de sus pensamientos. En su versión más dulce y familiar lo falso se nos presenta convertido en momia viviente a la que emulan esas adorables abuelitas que lucen incontables estiramientos de piel mientras sorben con una pajita un San Francisco gigante sentadas en una terraza de Palm Springs. La verdad de las cosas difícilmente deja huellas eliminables.

Cuando Michel Tournier repasa melancólicamente aquellos textos literarios disfrutados en la juventud, rescata los que con gustosa perseverancia permanecen todavía en su recuerdo. Uno de ellos es la historia que James Oliver Curwood escribió en El final del río: Un hombre perseguido como asesino huye hacia el Norte acosado por un policía, lo que genera una especial atmósfera entre ambos, 'la obsesión mutua que une a esos dos hombres crea entre ellos extraños lazos. Sin que nunca se vean a rostro descubierto, viven juntos en el gran desierto blanco como en una isla desierta'. En un momento el asesino considera que su perseguidor le ha abandonado y decide volver hacia atrás, desanda sus pasos, retrocede sobre sus huellas. Encuentra al policía enfermo, agonizante, y al mismo tiempo queda asombrado por el tremendo parecido físico existente entre ambos: 'Se han convertido en una especie de hermanos gemelos'. El policía muere no sin antes haber tenido el suficiente tiempo para contarle a su antigua presa su vida, sus secretos y sus recuerdos. El fugitivo toma sus ropas y decide la suplantación. Vuelve a la ciudad y nadie descubre el cambio, 'nadie, salvo el tendero chino del barrio que al entrar le saluda por su verdadero nombre'.

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Manuel Menéndez Alzamora es profesor de la Facultad de Ciencias Sociales y Jurídicas de la Universidad Cardenal Herrera-CEU.

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