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Rodríguez Vega fue enterrado en Salamanca al denegar el juez su incineración

Los restos de José Antonio Rodríguez Vega, el asesino de las viudas, muerto en la prisión de Topas (Salamanca) tras ser apuñalado por dos reclusos, yacen desde las 17.00 horas de ayer en el cementerio de San Carlos Borromeo, de la citada capital, en un nicho sin identificación ni flores. Los familiares pretendieron su inicineración, pero el juez no lo autorizó y se optó por la inhumación inmediata.

Una hermana del fallecido y su marido, acompañados de un joven, llegaron a las cinco de la madrugada al centro penitenciario para recibir sus restos y pertenencias. La celda individual donde José Antonio Rodríguez pasó sus últimas 48 horas tras llegar a Salamanca tenía un aspecto pulcro y ordenado, con sus paredes desnudas. Entre los objetos de uso personal, dos libros de Derecho Penal.

Durante sus 15 años en prisión Rodríguez Vega no protagonizó incidente alguno y tampoco denunció vejaciones a causa del denominado código de la cárcel.

Reacción en Santander

La noticia de la muerte del hombre que en 1987 y 1988 aterrorizó durante semanas a la población de Santander con unos unos crímenes que la policía sólo investigó tardiamente ha sido acogida en la capital cántabra con gran emoción y un cierto alivio parece embargar a muchos herederos de las víctimas.

'Siento hoy una paz muy grande', comentó Soledad Villar, hija de una de las asesinadas, Carmen Martínez. Y es que en la memoria está muy fresco todavía cuanto se dijo en la vista oral.

José Antonio Rodríguez, según los psiquiatras, era un psicópata desalmado, frío e inmaduro incapaz de dirigir su personalidad hacia el arrepentimiento. Sólo la edad podía aliviar sus instintos, según los expertos, pero no la intencionalidad. Un forense le adscribió al grupo de personas mencionadas por el psicólogo alemán Köhler: 'Aquellos grupos de naturalezas humanas aceradas que andan sobre cadáveres y cuyos fines no necesitan ser egoístas sino que pueden responder a ideales'.

Durante su estancia en prisión, Rodríguez Vega escribió abundantemente y con cierta corrección: para felicitar sin dejar un año la onomástica a su abogado defensor, amenazar con reiteración al fiscal encargado del caso y polemizar con algunos periodistas a quienes recordó que a los ocho años ya sabía sembrar legumbres, tener relaciones con mujeres e ilusión para andar por la vida.

Casado y separado de la mujer con la tuvo un hijo, el condenado esperaba cumplir los 51 años (tenía 44) para reencontrarse con la libertad.

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