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¿De qué seguridad hablamos?

Joan Subirats

Vivimos en un periodo de transición. Como casi siempre. Pero esta vez demasiadas cosas se mueven al mismo tiempo. Nos sentimos inseguros. Las viejas certezas ya no nos sirven. Ni el trabajo, ni la escuela ni los vecinos son lo que eran. Tampoco la familia nos sirve como el asidero de otras veces. Tampoco nos da seguridad ver lo mal que viven por esos mundos y lo bien que vivimos nosotros, ya que las distancias no son tampoco lo que acostumbraban, y las gentes a nuestro alrededor son cada vez más distintas. Sabemos que todo es muy complicado, pero nos gustaría pensar que algo o alguien debería arreglar rápidamente tanto desaguisado y poner las cosas en su sitio de una vez por todas. Por simple que pueda parecer, ése es el diagnóstico cada vez más compartido. No es extraño que la inseguridad ciudadana sea hoy vista como uno de los grandes problemas de España. Ante ello, y a pesar de que no esté nada claro a qué nos referimos cuando hablamos de inseguridad, ya hay quien promete ventilar el tema con un drástico escobazo. Nada mejor en momentos de incertidumbre que sacar del armario las viejas certezas de que, con un poco más de mano dura, todo esto volverá a colocarse en su sitio. Da igual que las estadísticas nos digan que, si bien ha habido un pequeño incremento de faltas y del pequeño hurto, nada indica que la situación se haya agravado al mismo nivel que la sensación de desconfianza, de sospecha y de miedo. Así, vamos separando delito y miedo al delito, y es esto último lo que lo justifica todo. La mezcla de delitos callejeros y una creciente y visible presencia de inmigrantes es explosiva, y cualquier espabilado sabe que de esa mezcla se pueden extraer ventajas electorales evidentes, si criminalizas las diferencias. Los inmigrantes ocupan así el viejo papel de 'clases peligrosas' reservado hace cien años a la clase obrera. Hoy los 'desviados', aquéllos a los que es necesario 'enderezar', son esencialmente los inmigrantes, junto con los drogodependientes, los marginados sociales, y esa ralea de jóvenes disidentes botelloneros y batasuneros.

Los delitos y su control son un ámbito privilegiado para el esencialismo. Por un lado, los buenos ciudadanos, cuya única y ocasional falta es una multa de aparcamiento. Enfrente, 'los otros', una mezcla de personas sometidas a las bajas pasiones del alcohol, las drogas, y que además casi siempre son marginados sociales y/o inmigrantes. No importa que existan muchos otros ámbitos delictivos de 'cuello blanco', o que, como les ocurrió a Tony Blair o Jack Straw con sus hijos, cada uno tenga en su entorno más inmediato ejemplos de que no todo está tan claro. Los 'otros' son aquellos a quienes les faltan los valores que consideramos necesarios, o aquellos que han invertido esos valores. A un lado, los 'normales'; en el otro, los sin normas o con normas aberrantes, y si además esa otredad tiene fundamentos raciales distintivos, todo cuadra para estigmatizar al conjunto. Poco a poco pasamos de 'barrios en peligro' a 'barrios peligrosos'. Y va calando en la opinión pública, por otro lado, que muchos de los casos o personas protagonistas de los actos delictivos son irrecuperables y, por tanto, carne de presidio. Así, nos vamos deslizando de la política social a la policía como agente privilegiado de integración social.

Se empieza a dar por supuesto que todos estamos de acuerdo en la necesidad de implantar una política de 'tolerancia cero' en relación a la inseguridad ciudadana, o se llega a afirmar que 'la seguridad no es de derechas ni de izquierdas'. Hay quien conecta el terrorismo a escala planetaria con el tirón de la esquina. Y así nada mejor que prometer coger la escoba, una gran escoba, y barrer todo lo que molesta e inquieta. Pero ¿es cierto que la seguridad es un concepto políticamente neutral? ¿No deberíamos preguntarnos cuáles son los costes políticos y sociales de ese inusitado interés por la seguridad total? ¿De qué seguridad hablamos? ¿De la seguridad alimentaria en la que cada vez tenemos más certezas de que no se aplica el principio de precaución? ¿De la seguridad laboral, en un momento de precariedad y subcontratación que multiplica los accidentes e incrementa las muertes? ¿De la seguridad en nuestras pautas de movilidad, donde España no está precisamente en buen lugar? ¿O sólo hablamos de seguridad ante los recién llegados, los peligrosos y desesperados? Y preguntémonos luego qué recetas pensamos aplicar. William Bratton, el artífice del famoso plan de seguridad de Nueva York, decía que la causa del delito no estaba en las condiciones sociales, sino en los malos hábitos de los individuos. Sacar a los malos de las calles con indicadores de productividad policial, impedir que salgan de las cárceles y blindar los barrios residenciales son las recetas a aplicar siguiendo el modelo de 'tolerancia cero'. En Chicago se siguió un plan distinto, pero no menos inquietante, en el que el tema central no era un gran despliegue policial, un endurecimiento de penas y una mayor sofisticación técnica, sino ir convirtiendo a los ciudadanos en policías de civil. En un extremo, la profesionalización y tecnificación aparentemente despolitizada de la seguridad; en el otro, la comunidad convertida en controlador social omnipresente.

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Estamos calentando motores para las elecciones municipales, autonómicas y generales. Y en esta fase de precalentamiento, los temas estrella son el terrorismo, la inmigración, la violencia y delincuencia callejeras. Da grima imaginar qué ocurrirá cuando la cosa se caliente de verdad. Conviene recordar que en Francia ése fue ya el gran debate de las últimas elecciones presidenciales. Y los mismos medios de comunicación reconocen ahora que aquello fue una burbuja carente de base real, pero que ya ha llenado cárceles sin que se haya disipado la sensación de inseguridad. Pero no hay duda que en época de sequía de valores e ideas, la definición clara de amenazas y de enemigos tiene una extraordinaria capacidad de cohesión social. La seguridad no es un concepto políticamente neutral, y más bien históricamente ha sido un privilegio reservado a individuos y grupos sociales que han logrado imponer sus intereses, su moral y su visión del mundo. Estamos ante una nueva versión del control social, a caballo de una seguridad que se pretende absoluta e incontestable.

¿Resolveremos el tema con más gente en la cárcel por más tiempo? ¿Es un problema del número de policías disponibles? ¿Son los jueces los culpables por ser excesivamente garantistas? No hay soluciones rápidas ni escobas milagrosas. En el fondo, la seguridad no es una verdad a descubrir, sino una construcción social. Y si queremos hablar de seguridad, hablemos de todas las inseguridades y de todas las alternativas que tenemos para combatirlas, y no reduzcamos el tema a los delincuentes. Hemos de recordar que para afrontar la criminalidad se deben combinar, al margen de las medidas estrictamente policiales y judiciales, políticas de redistribución y de reconocimiento. No es necesario insistir en la necesidad de políticas sociales, pero sí que conviene subrayar la necesidad de trabajar con los temas de identidad y de ciudadanía, haciendo sentir a cualquiera que tiene un espacio en nuestra sociedad, reconociendo que no existe una sola forma de 'normalidad', aceptando las inseguridades e irregularidades de la sociedad convencional, avanzando en el debate sobre la renta básica de ciudadanía como marco de seguridad en el ingreso, diversificando el concepto de trabajo, y entendiendo que sin espacios públicos compartidos vamos directamente a la bunkerización residencial.

Joan Subirats es catedrático de Ciencia Política de la Universidad Autómoma de Barcelona.

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