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Columna
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Pesadilla

Para fortalecer el pelo (con la edad se nos empieza a caer todo), suelo beberme cada día un sobrecito de minerales y oligoelementos disuelto en agua. Como tengo faringitis crónica, de cuando en cuando me tomo unas cuantas cápsulas de vitamina A y E. Para evitar acatarrarme, mastico un comprimido de vitamina C. Contra las jaquecas recurro a un complejo de B6 y B12. La ingesta de todo esto, y de otros suplementos alimenticios que no me detengo a detallar, me convierten en una perita en dulce para los laboratorios farmacéuticos y en un ejemplar bastante común de urbanita occidental, una subespecie humana sumamente preocupada por su bienestar físico, por su salud y por el obsesivo afán de no envejecer y no morir nunca jamás.

Pensaba yo en todo esto mientras leía hace unos días el informe anual de la FAO. Resulta que hay más de dos mil millones de personas que se alimentan de un modo tan deficiente que padecen una grave carencia de micronutrientes, es decir, de minerales y vitaminas; tan grave, de hecho, que puede conducirles a la ceguera o a la discapacidad mental y coloca su expectativa de vida en torno a los 38 años, mientras que la media en los 24 países más ricos del mundo supera los setenta. Las mujeres españolas, por ejemplo, somos las segundas más longevas del mundo, después de las japonesas: comiendo opíparamente lo que quiero y cuando quiero, e inflándome además de vitaminas, tengo una expectativa media de vida de 82,5 años.

Pero todo esto, siendo tan horrible, no es ni siquiera lo peor. Lo peor es que además hay otros 840 millones de personas que no es que carezcan de vitaminas, sino de comida. Al año fallecen 30 millones de personas por falta de alimentos. Cada siete segundos muere un niño de hambre (mientras estás leyendo esta columna ha caído otro). Y lo más atroz es que no es necesario. El planeta tiene recursos suficientes para alimentar a 12.000 millones de personas. Se puede acabar con la hambruna, y si no lo hacemos es porque no queremos. Porque no nos interesamos lo suficiente. Y, mientras tanto, la obesidad se está convirtiendo en una de las principales enfermedades de Occidente. Qué pesadilla.

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