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VISTO / OÍDO
Columna
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La ministra novata

Sólo un cierto ensueño de progreso de género puede hacer suponer que la entrada de mujeres en el Gobierno o en el Parlamento supone algo real: su identificación con los hombres es patente, todos son cortesanos del caudillo y no van más allá. Esperemos una democracia real, si conseguimos alguna vez quitar de en medio a la clase política nepótica y que salgan personas -qué más da el sexo y la edad- con sentido común que sepan llevar sus departamentos. La ministra novata ha cometido ya errores de hombre antiguo en su cargo, y el más desagradable no es confundir verbalmente Marruecos con Argelia, sino llamar deliberadamente cobarde a un diplomático español, Valderrama, al que le ocurrió esa cosa rara de declararse incompatible con las órdenes de su Gobierno, y la más rara aún de dimitir, tras lo cual la mujer ésta le insultó, aludió a su miedo y le destituyó, como si se pudiera matar después de muerto. Hace falta mucho valor para dimitir y declarar su disidencia teniendo una carrera consolidada y un puesto trascendental, el de encargado de Negocios -función de embajador- en un país clave como Irak. No es cosa de cobardes observar que la realidad no corresponde a la ficción mundial, ni siquiera al nombre de terrorismo, ni a la acusación de tener armas de destrucción masiva, y considerar injusto y realmente cobarde matar a tres o cuatro mil personas sin exponer un solo hombre, porque el dinero produce armas que no necesitan sacrificios, y que no pueden tener los pobres, como no sean esos prodigiosos y académicos proyectiles que asesinaron a tres mil neoyorquinos, vengados ya con los tres mil (¿o cinco mil?) afganos. No creo que a este diplomático le puedan echar de la carrera sin juicio previo, pero le pueden destinar de cónsul en Patagonia, o en Tombuctú, que también es distraído.

Es posible que un diplomático no deba denegar la política que su gobierno le encarga y que pueda pedir un traslado o una excedencia. Pero es menos grave que una ministra, por novata que sea, insultando gravemente a su enviado. Ah, no es ella: es su Preste Juan, es la voz de san Miguel que inspiró a Juana de Arco. Es Aznar, en fin: el que la mandó a la santificación del padre Josemaría.

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