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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Un ejército de sombras

Si los últimos acontecimientos demuestran algo, es que la guerra contra el terrorismo islamista, que no comenzó en las Torres Gemelas ni ha acabado en Bali, va a ser larga, en escenarios múltiples y sin victorias resonantes. Cuando no se han apagado en Indonesia los ecos de la peor matanza desde el 11 de septiembre, sendos atentados en Filipinas en días consecutivos han dejado otra decena de muertos y centenares de heridos. Como en Bali, Kuwait o Yemen, con el superpetrolero francés, todo apunta a extremistas musulmanes. En todos estos hechos recientes, y en anteriores como los planes desbaratados para atacar embajadas occidentales en países asiáticos, aparece inmediatamente el nombre de Al Qaeda y su profeta Osama Bin Laden, que declaró en 1998 la guerra santa a EE UU y a los judíos.

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Bali ha sido un revulsivo. Hasta ahora Indonesia ha negado la existencia de redes terroristas en su vasto territorio, pese a las serias advertencias de EE UU, vecinos como Malaísia o Singapur e incluso España, como hoy cuenta este periódico. La complacencia letal del país con mayor población musulmana, directamente vinculada con su debilísimo sistema democrático y el peaje político de no incomodar a los partidos moderados de este credo, se ha acabado el viernes. El frágil Gobierno de Megawati Sukarnoputri ha aprobado una legislación de urgencia que extiende la pena de muerte a los delitos de terrorismo y facilitará la investigación de la carnicería balinesa. Hay fundadas sospechas de que la organización extremista Yamaa Islamiya, descrita como la conexión regional de Al Qaeda, está detrás del atentado de Bali. Su jefe espiritual, Abu Bakar Bashir, un clérigo incendiario, fue detenido ayer por la policía indonesia en el hospital donde estaba ingresado por problemas respiratorios.

El sureste de Asia es habitual escenario terrorista, pero no de la intensidad y frecuencia recientes. El giro preocupante que representan Bali y los atentados encadenados en Filipinas va a tener la virtud de movilizar más activamente a sus presionados gobiernos. La acción antiterrorista en la zona se ha visto tradicionalmente dificultada por la falta de medios y de información fiable. Ni siquiera Malaisia y Singapur, con dinero abundante y profesionales capacitados, han podido aportar hasta ahora algo de luz al fenómeno del integrismo islamista.

La cuestión de si la multiplicidad de acciones terroristas en escenarios distantes es la expresión de un nuevo patrón, como creen Bush y sus servicios de seguridad, es básicamente académica. Para unos, la red de Bin Laden se encamina hacia atentados menos ambiciosos y más continuados, consecuencia de un supuesto debilitamiento. Para otros se trata de ensayos parciales realizados a través de células locales, para probar su capacidad en otro hecho histórico, tipo 11-S. Lo que parece claro es que Al Qaeda es una trama flexible, mutante y poco centralizada, un auténtico ejército de las sombras que agrupa a individuos entrenados en los mismos procedimientos sanguinarios, bien financiados y dispuestos a llevar hasta el final sus extraviadas convicciones. Que los métodos y el evangelio de esta colección de fanáticos sin escrúpulos sean considerados ejemplares por una parte de quienes comparten su versión del dogma hacen que este combate sea presumiblemente largo.

Pero la derrota del terrorismo es una empresa en la que cualquier sociedad civilizada, no sólo la estadounidense, ha de tener un interés supremo. En ese empeño, Occidente debe estar dispuesto a invertir no sólo toda la fuerza necesaria, sino sobre todo los medios políticos y económicos que acaben permitiendo ganar la guerra en el ánimo de los musulmanes moderados, la inmensa mayoría de sus 1.200 millones de seguidores.

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