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Reportaje:TENDENCIAS

El amor a los hijos

Vale siempre lo mismo el amor a un hijo? Claro que no. Hay hijos a quienes se aprecia más que a otros, e incluso puede aparecer el hijo a quien se da muerte o se desea que muera. Muchos padres de chicos y chicas drogadictos han preferido, en algún determinado momento de tortura, que sus hijos desaparecieran. Los querían menos vivos que muertos porque la supervivencia del hijo conllevaba el infierno familiar, la desesperación y el truncamiento general de la casa durante años. Este sentimiento, al que se refirió Castilla del Pino en una reciente entrevista en El País Semanal (22 de septiembre de 2002) más otras opiniones suyas sobre el malestar o el mero incordio que pueden engendrar los hijos, ha desencadenado algunas respuestas escandalizadas. Escritos de padres o madres abrazados a la concepción sagrada del vínculo de la sangre.

Elegimos libremente tener hijos, y, en consecuencia, su advenimiento se parece cada vez más a elementos que añadimos al hogar
Antes se quería a los hijos intravenosamente; pero ahora, los hijos liberados de los padres, como las mujeres de los hombres, son fluidos independientes

Esta atadura del vínculo carnal, que se supone más allá del bien y el mal, se corresponde a la vez con una idea mágica de la familia, el linaje, el clan, la dinastía y toda la constelación de categorías que definían las identidades sociales de otra época. Ser hijo de tal obligaba a respetar el nombre familiar, a mantener fidelidad a unos fundamentos, unos feudos y unas figuras. Formar parte de una familia significaba pertenecer a una historia esencial cuyo acarreo determinaba la buena o mala consideración comunitaria. Un pecado de los antepasados fluía de generación en generación, como también se hacía heroico un patronímico gracias a las hazañas de los progenitores.

En ese contexto, los parentescos no constituían simples enlaces accidentales, sino férreos eslabones de un mismo destino. En la relación padre-hijo, el hijo venía a ser una continuación del padre, y el padre no se lo quitaba nunca, ni metafóricamente, de encima. De esa manera, los hijos eran capaces de deshonrar a sus padres, y los padres, cuando repudiaban a sus hijos, aparecían como personajes mutilados, afectados de una tragedia sin posible redención ni olvido.

El nacimiento de la posfamilia

Las cosas, no obstante, han cambiado de valor. A la prolongada tabarra sobre la crisis de la familia, que ha ocupado cincuenta años de historia, ha seguido el nacimiento de la posfamilia. En realidad, familia-familia, en el sentido en que se lamenta vaticanamente su declive, apenas existió durante unas décadas y tras la II Guerra Mundial. Esa supuesta familia dorada y feliz fue, dentro del siglo XX, sólo un relámpago idealizador en coincidencia con el desamparo individualista que desencadenaba el proceso de urbanización en Occidente. Antes de ese tiempo, los hijos eran como privilegiados criados del padre, y después, cada vez más, miembros de una agrupación doméstica donde el amor se ha ido mezclando con la calefacción y la economía.

Antes se quería a los hijos como carne de nuestra carne, se les quería intravenosamente; pero ahora, los hijos liberados de los padres, como las mujeres de los hombres, son fluidos independientes. Ni sangre de nuestra sangre, ni estampas de nuestras proyecciones. Los hijos no eligen a los padres al nacer, pero enseguida se nota que los padres, de tener algún interés, deben hacer algo para ser elegidos.

Relaciones jerárquicas

La democracia, que ha repartido grandes beneficios, ha provocado estos formidables estragos en las relaciones jerárquicas y ha gestado una nueva clase de adhesión laica. Se ama más a quienes nos hacen mejores, padres, madres e hijos incluidos. Ni el esposo o la esposa lo deciden otros seres superiores, ni los hijos llegan por exclusiva decisión del Cielo. Elegimos libremente tener hijos, y, en consecuencia, su advenimiento se parece cada vez más, instruidos como estamos en el mundo del consumo, a elementos que añadimos al hogar. Piezas delicadas, complejas, imprevisibles, vivas, pero bultos, al fin, que se suman a nuestra existencia. 'Redecora tu vida. Ten un hijo', dice Ikea, y el público se aglomera en sus enormes almacenes, noche y día, domingos incluidos.

No es lo mismo un hijo que un puf ni un niño que un juguete, pero tienden a parecerse mucho. Antes se tenían los hijos que Dios quería (eran hijos de Dios), pero ahora la pareja hace números, sumas y restas antes de decidirse a la fecundación. En el pasado, un hijo era material sagrado, no se podía controlar: ni podía tratarse su advenimiento, ni era susceptible de cálculo. Hoy, sin embargo, se sopesa lo que cuesta y lo que fomenta, la comodidad que se pierde y la alegría que podrá dar. De hecho, la figura de la adopción -la incorporación de hijos hechos, productos terminados- se parece cada vez más a la actitud de la pareja que acuerda acomodar un nuevo factor en su piso. Los padres adoptivos se consideraban antes una subclase paterna porque habían tenido que rellenar un cuestionario antes de poder vivir el amor paterno-filial. Su modelo, por culpa de esos trámites, parecía desnaturalizado. Pero ahora, padres adoptivos, padres que tramitan el acto de la concepción, son todos.

Un hijo no admitía comparación con el trabajo profesional, el dinero, el gusto por los coches o los viajes, mientras hoy se reflexiona sobre si un bebé compensa o no compensa de acuerdo con la situación. ¿Compensan los hijos? Dependerá, al cabo, del balance en la satisfacción relacionada con los demás bienes al alcance. El hijo ha dejado, por tanto, de ser un bien absoluto para convertirse en un bien a secas.

Incluso hay quien no se arriesga a correr con las molestas incertidumbres de una paternidad y prefiere procurarse una mascota. Mientras ha decrecido la natalidad mundial, el número de mascotas ha crecido más que exponencialmente, porque una mascota, en gran parte de los supuestos, puede ser más satisfactoria que un niño. El animal doméstico se deja hacer, permite establecer un circuito de amor interrelacional con un grado mínimo de decepciones. El perro devuelve acrecentado en su mirada el amor que se le otorga y es incomparablemente más llevadero.

En la actualidad, según una encuesta de la American Animal Hospital Association, el 84% de los propietarios norteamericanos de mascotas se considera padre o madre de su animal, y el 78% lo saludan en primer lugar al llegar a casa, frente el 13% que saludan primero a su cónyuge. No se diga ya de los muchos que llevan allí, en su cartera, la fotografía de un gato con el mismo enternecimiento que si se tratara de un bebé.

Castilla del Pino confesaba que le había causado más dolor, en un momento determinado de su vida, no haber obtenido la cátedra de Psiquiatría que el suicidio de una hija. Lo primero, dice, le generó una frustración ante la cual no encontraba recursos para defenderse, mientras logró blindarse contra el sufrimiento, bajo otras circunstancias, tras perder a un ser muy próximo. ¿Escandaloso? Los hijos y los padres, superado el momento de una dependencia casi biológica, van configurándose como universos autónomos, y es más patente que nunca, en nuestros tiempos, las destrucciones y daños que provoca no atenerse a esta verdad. Acompañarse, ayudarse, quererse, pero ni un paso más. Ese dicho popular de que el hijo debe buscar su propia vida lleva naturalmente a afirmar que los padres deben buscar y defender la suya, incluso contra aquél.

Ni nuestra sociedad se encuentra compuesta por los conglomerados familiares de antes, los neo-guanxi de China, ni las supeditaciones a las leyes de los hematíes son de este tiempo. Gracias a la libertad se ha adquirido una mayor consciencia de uno mismo y una mayor consciencia del otro. Pero también, gracias al derecho democrático e individual, hemos aprendido una suerte de egoísmo identitario, un firme amor propio, que nos defiende cada vez más de los amores sin condición.

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