Cine, cine, cine
Escribo bajo los estimulantes efectos de la indignación. No es la primera vez que me ocurre y tengo razones para creer que se trata de un fenómeno tan extendido que constituye una triste obviedad. No obstante, y por si acaso queda alguien que todavía no se ha enterado, yo acuso: algunos cines no atienden al espectador como es debido. En este caso, la acción transcurre en el Gran Sarrià, pero me consta que otras salas sufren las mismas deficiencias. Un reciente día festivo, al llegar al cine con la intención de ver la película Un tipo corriente (relectura porteña de Manhattan, de Woody Allen), descubro que no soy el primero. Falta media hora para el comienzo de la primera sesión, pero ya hay un centenar de consumidores haciendo cola. Se intuye cierto movimiento tras el cristal de la taquilla. Una sola persona atiende al público y, cuando empieza a hacerlo, sólo faltan 20 minutos. Como las entradas son numeradas, el ritmo de venta es muy lento. La competencia de la taquillera no absorbe el crecimiento de la cola. Mientras tanto, un responsable de sala, uniformado, merodea por allí con un walkie-talkie en la mano y cara de haber sido contratado para dar la cara, aunque no para que se la rompan.
Ustedes me dirán: 'Haber comprado la entrada en el Servicaixa, mamón'. Lo intenté. Por la mañana, contemplando la posibilidad de que quizá me apetecería ir al cine por la tarde, acudí a dos terminales de La Caixa, pero me tropecé con la ya clásica frasecita de 'operación no disponible'. Contuve mi propensión a la blasfemia y pensé: 'Comprarás la entrada en el cine, y si hay mucha gente, en el terminal del vestíbulo que permite adquirirla, con tarjeta, sin pasar por taquilla'. No había calculado que los responsables de la sala cerrarían las puertas que permiten acceder al terminal y que sólo las abrirían a las 15.47. A codazo limpio, pues, me situé a la cabeza de los primos que creíamos que íbamos a saltarnos la cola, que, en lugar de menguar, crecía. Mi gozo en un pozo: el terminal no funcionaba, con lo cual, tras perder la tanda, tuve que regresar a la cola. La indignación iba en aumento, pero se mantenía a niveles más cercanos al seny que a la rauxa. Una amable ciudadana, más cerca de la meta que yo, se ofreció para comprarme la entrada pero, por principios, rechacé la oferta. Los que habían conseguido su entrada descendían por la rampa, dispuestos a comprar palomitas y chuches. Envidié a los que conseguirían ver una película que cuenta con la rotunda, refulgente y vigorosa naturalidad de Angie Cepeda, probablemente una de las actrices más atractivas del mundo. A las cuatro en punto, hora anunciada para el inicio de la peli, aún quedaban 50 personas delante de mí, así que, para no cabrearme, y siguiendo los consejos de mi cardiólogo de cabecera, desistí, pensé que ya volvería otro día, regresé a casa y me atiborré de telebasura y bollería industrial hasta perder el sentido.
El Gran Sarrià es un cine al que acudo a menudo, solo o acompañado. Cuando lo abrieron, me alegré enormemente porque, con el Cinesa Diagonal, constituye un reducto de ocio que resuelve el ansia cinéfila de la zona. Soy, pues, un cliente fijo. Pero ni el uno ni el otro tratan a sus clientes como se merecen. Los someten a esperas innecesarias, les aplican horarios absurdos de apertura y desatienden algunos aspectos de su compleja organización. Por si eso fuera poco, el sistema de venta de entradas a través de cajeros o terminales falla, lo cual discrimina a la gente que no tiene por costumbre comprar con antelación y a los que, sin haberlo planificado, y practicando una concepción carpe diem de su tiempo libre, deciden que no estaría mal ir al cine. El trato que recibe el espectador adicto a la industria del ocio deja mucho que desear. En los conciertos de rock, tras castigarte con un sistema de adquisición de entradas inspirado en las colas soviéticas, te tratan como a ganado y, en algunos casos, ponen en peligro tu integridad física fomentando carreras, estampidas, soponcios y empujones. En el tan vilipendiado fútbol, si se aplicaran los criterios de algunos cines, las catástrofes serían diarias. El teatro se salva de la epidemia porque el público está mentalizado y compra la entrada con antelación, entre otras razones porque no suele tener problemas. Con las de cine, en cambio, las incidencias se repiten (sobre todo los festivos) incluso pagando y siendo previsor. Y que conste que no es la primera vez que eso me ocurre. Y que no soy el único. En la cola, me encontré con personas indignadas, algunas de las cuales me rogaron que escribiera un artículo para dejar constancia de tanta incompetencia por un lado y de tanta impotencia por otro. Va por ustedes.
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