A pedradas
Cuenta el personaje de una vieja novela que su padre había inventado una máquina para que los perros llegasen a creer en Dios o, al menos, en algún tipo de divina providencia. Consistía el artilugio en una serie de ballestas que lanzaban piedras al azar desde el tejado del castillo, de forma que siempre había alguna que caía en la cabeza de los perros de caza que retozaban por el jardín. El pobre animal quedaba sorprendido, miraba a su alrededor atemorizado y se escondía con aspecto angustiado, produciendo la impresión de que no era la primera vez que le ocurría tal cosa. La esperanza del inventor era que esa experiencia repetida llegase a hacerle reflexionar sobre el sentido de la vida y la existencia de seres superiores.
Dudo mucho que el francotirador de Washington lea novelas clásicas, pero es evidente que también cree en el invento. La diferencia es que piensa que los ciudadanos son como perros y que él mismo es el propio Dios. Todo consiste en disparar al azar para que la gente crea en él, un argumento que puede convencer a más de uno.
Y es que últimamente llueven piedras por todos sitios, digo yo que será para que lleguemos a creer en algo o en alguien. Por ejemplo, aparcas el coche donde puedas, que en Valencia significa en cualquier sitio, y de pronto le cae encima una esponja con gasolina que lo deja carbonizado hasta el mismísimo permiso de circulación, que nunca sabes dónde está pero que también se quema. ¿En quién tendríamos que creer para que la cosa termine de una vez?
Pero eso no es todo. Paso por un hospital y escucho por casualidad a un médico, con el rostro amoratado por la indignación, que acaba de recibir la biopsia positiva de un tumor maligno que había enviado hace un mes para que fuese analizado. El desgraciado paciente acaba de recibir una pedrada con efecto retardado, una especialidad de lanzamiento que es frecuente en la sanidad para convencernos de que vivimos de milagro, otra creencia muy extendida hoy en día.
Pero también se lanzan piedras contra las ideas, para que aprendan a dudar de su propia existencia. Aznar, sin ir más lejos, dijo el otro día que las democracias se dividen en fuertes y débiles, siendo estas últimas las que hacen el mundo más inseguro. Siempre pensé que la debilidad de las democracias era su mayor fortaleza, pero me equivoqué como de costumbre. Por los años treinta, corría por Europa la idea de que los hombres se dividían en débiles y fuertes, fue justo cuando llovieron piedras por todas partes. Ahora, la pedrada de Aznar rompió con todas las creencias de su propio embajador en Irak que, aterrado como los perros de la novela, decidió presentar la dimisión.
Con la que está cayendo, estoy convencido de que quieren hacernos creer en algo pero, por más esfuerzos que hago, todavía no sé en qué. Mientras tanto, lo único que puedo hacer es salir a la calle bien protegido, con mucho humor y con un casco para la cabeza. El sentido del humor me está quedando hecho unos zorros y el casco lleno de abolladuras de tanto cantazo. Mientras la máquina para despertar la fe siga funcionando, será mejor dejar de leer novelas que eso debilita mucho y, según parece, hay que ser fuerte para poder creer.
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