La niña que no se reconocía en el espejo
A los 12 años, Bettina Brentano, al poco de regresar del convento de Fritzlar a su casa -es decir, a la de su abuela materna, que la había acogido tras la muerte de sus padres-, se mira un día casualmente al espejo, en la habitación donde se encuentra reunida la familia. Ve a la abuela, a sus hermanas y 'una cara pálida, cuyos ojos escrutaban la imagen reflejada', escribió Leonello Vincenti en un viejo libro de 1928 que sigue siendo esencial. A Bettina le cuesta reconocer su propio rostro. En sí misma, no es una experiencia excepcional; la fisonomía de los demás, de las personas próximas a nosotros, siempre nos resulta más familiar que la nuestra, que a menudo nos parece extraña, ajena. Más por la genialidad de su espíritu que como escritora romántica, Bettina hace de ese sentimiento de propia ajenidad -por lo demás, un sentimiento común y corriente; todos lo tenemos, al menos en ciertos momentos- una clave de su personalidad enigmática e indefinible, un autocomplaciente código de su propio misterio como criatura elemental y, por tanto, como la naturaleza, insondable tanto para los demás como para ella.
Siendo ya una viuda de más de sesenta años, ensayó todo un proyecto de educación moral y dominio amoroso con un lector veinteañero. La historia acabó de mala manera
A diferencia de la mayoría de los románticos convertidos en reaccionarios, Bettina combatió por la libertad con un denuedo y ahínco genuinos valiéndose de su inteligencia
Insondable. '¿Quién eres tú,
Bettina?', le preguntaba Karoline von Günderrode, una delicada poeta y su amiga del alma, que se suicidó por culpa de un amor desdichado; su hermano Clemens y Achim von Arnim -el que sería su marido- veían en ella una encarnación de lo maravilloso, de lo mágico; y casi todos los que la conocían hablaban de su encanto pueril y diabólico de ondina: fluida como el agua y tan maliciosamente inocente como la infancia, partícipe -según Ladislao Mittner- de 'una vida infrahumana y de una vida superior, ignota la una y la otra como la de cualquier mortal'. Al igual que algunos niños (y Kind, 'niña', era su autodefinición predilecta, como en el título de su libro más famoso, incluso después de tener siete hijos), Bettina se caracterizaba al mismo tiempo por su irrefrenable espontaneidad, que ella misma ejercitaba, y por la cultivada imposición, manipulación e interpretación de su fascinante encanto natural.
Aparte de esta semblanza, lo cierto es que Bettina es la viva encarnación del Romanticismo, aunque en su familia no era ni la primera ni la mejor dotada para representarlo literariamente ya que, a diferencia de ella, su marido Achim von Arnim y, sobre todo, su hermano Clemens fueron dos grandes poetas románticos. Clemens, aunque tan inquieto, vehemente y vibrante como Bettina, era mucho menos capaz de dominar en la vida esta inquietud sensible y musical; pero en cambio sí sabía dominarla y darle forma en el arte, creando no libros sugestivos y agradables como su hermana, sino verdaderas obras de arte complejas y profundas, especialmente Lieder de una lírica ensimismada y absoluta, tan misteriosa como el oscuro fluir de la vida.
Bettina Brentano, nacida en 1785 -ella pretendía que en 1787, iniciando así la mistificación de su existencia ya desde el nacimiento- y fallecida en 1859, se crió en el seno de una familia de gran tradición literaria transformada en experiencia, en vida, y que a veces, conforme al gusto romántico, falseaba la propia vida en la literatura. La abuela Sophia era una escritora vivaracha, sagaz e ilustrada, amiga de Goethe y novia en sus años mozos de Wieland; la madre, Maximiliane, había fascinado al joven Goethe hasta el punto de que éste le dio su sonrisa y el color de sus ojos a la Carlotta de Werther; con un Goethe ya anciano, la propia Bettina tuvo un flirteo platónico, mucho más intelectual que sentimental o erótico, del que extrajo -o que tal vez incluso experimentó para poder extraer- en 1835 un libro delicioso y lleno de frescura que combina inextricablemente realidad y ficción: Goethes Briefwechsel mit einem Kinde (correspondencia de Goethe con una niña).
Dentro del Romanticismo, Bettina personifica el entrelazamiento del abandono quimérico-sentimental y el sofisticado intelectualismo, que planifica y programa la demonicidad espontánea e irreflexiva de la propia existencia; el príncipe trotamundos Pückler-Muskau, uno de sus amores de viudedad, hablaba de su 'sensualidad cerebral'. En aquellos años, el Romanticismo estaba cambiando radicalmente el arte y la sensibilidad occidentales: inauguró un nuevo capítulo en la historia de la creación y del gusto que permanece abierto; un capítulo rico en hallazgos geniales y estrepitosas caídas, que abriría nuevas dimensiones y nuevas vías para alcanzar cimas excepcionales pero que eliminaría también la posibilidad de tener unos valores medios dignos y representativos de toda una sociedad y toda una civilización; un capítulo que destruiría todo canon objetivo, permitiendo de ese modo la combinación de las aventuras poéticas más extraordinarias con las fruslerías más burdas en un cóctel revolucionario y explosivo de creatividad, sublimidad y vulgaridad.
Bettina Brentano, mujer generosa, prepotente y consentida, hizo de la inestabilidad emocional la esencia permanente de su carácter, y de su autodefinición de niña -formulada en público, explícitamente, a los 50 años- la licencia para una libertad que ella misma anhelaba en calidad de irresponsabilidad moral, pero que su propia magnanimidad encauzó hacia nobles y valerosas batallas ético-políticas, como su fervor en defensa de la Revolución Francesa y, en especial, una obra suya de 1843 titulada Dies Buch gehört dem König (Este libro pertenece al rey), con el que sale a la palestra por una gran causa progresiva: convencer al rey Federico Guillermo IV de Prusia de que defendiera la libertad y a siete profesores de Gotinga, injustamente expulsados de sus cátedras por propugnar el liberalismo alemán. Sin embargo, en este empeño también se hace patente el deseo de ser la ninfa Egeria del soberano, aquel deseo -acariciado desde siempre- de dominio por persona interpuesta, de ser la musa inspiradora de poetas o la sacerdotisa del monarca; muy devota de ellos pero, ante todo, de que la escucharan y la obedecieran. Un afán que, además, con el paso de los años, puede fácilmente avivarse y dirigirse más a la libido gubernandi que al eros; al envejecer, las ondinas y las sílfides con frecuencia se hacían pitonisas, y en más de una joven inquieta y rebelde anida una futura doña Práxedes. Bettina habría querido ser la inspiradora -fingidamente esclava, pero en realidad tirana- de su hermano Clemens. Pero lo que cuenta es que Bettina, a diferencia de la mayoría de los románticos convertidos en reaccionarios, combatiese por la libertad con un denuedo y ahínco genuinos valiéndose de su vehemente inteligencia.
En cuanto a Goethe, Bettina no quiso tanto seducirle -y tal vez ni siquiera inspirarle- como ser su oyente por excelencia, esa que comprende perfectamente al genio y es reconocida por éste como un espíritu afín: una actitud que, sobre todo desde el fin de siècle hasta estos últimos años, ha generado una insoportable colección de custodios devotos, quejumbrosos y entrometidos tanto de la Poesía como del Poeta. Pero Bettina, aparte de inteligencia y generosidad, tenía el don de la frivolidad airosa y traviesa; Goethe no sintió por ella ninguna debilidad sentimental, sino una mezcla de aprecio y simpatía afectuosa e irónica, aunque en determinados momentos le pareciese 'un enojoso moscardón'. Bettina, además, cometió un error de cálculo al tratar de identificarse con Mignon, la muchacha que representa la poesía pura y absoluta en el Wilhelm Meister de Goethe, pues el autor la elimina de un modo doloroso y brutal en la novela precisamente por tratarse de un ser puro y exclusivamente poético y, por tanto, patológicamente inhumano.
Dado su genio y su gusto por la mistificación y el intercambio entre poesía y realidad, a Goethe probablemente le habría complacido su 'correspondencia con la niña', que Bettina publicó después de que el autor muriese y tras rescribir en gran parte las cartas, jugando de un modo encantador con la continua transformación que lo vivido experimenta en la memoria; por otra parte, Bettina despertaba en Goethe recuerdos de la niñez al narrarle lo que a su vez le había contado la madre del poeta, contribuyendo así de algún modo a que escribiese su propia autobiografía, titulada precisamente Poesía y verdad.
Siendo ya una viuda de más de 60 años, ensayó todo un proyecto de educación moral y dominio amoroso con un lector veinteañero apasionado por los libros de Bettina y de quien ella deseaba ser su amante, su Pigmalión y su pedagoga, invirtiendo así los roles sexuales tradicionales que ejerce -o al menos han ejercido, si hemos de creer los relatos de Italo Svevo- el señor burgués que pretende educar moralmente a las chicas que seduce. Como era de esperar, la historia acabó de mala manera con la rebelión del protegido, que hasta cometió 'la desfachatez' (según Vincenti) de casarse; y los reproches de la maestra, que hizo que le devolvieran sus cartas para luego retocarlas malignamente, dieron lugar a un libro deplorable.
Todo amor verdadero es conyugal, es pasión encarnada en una existencia compartida, se contraiga o no un matrimonio eclesiástico o civil, según las convenciones y convicciones propias de la época o del ambiente; de hecho, Bettina halló el verdadero amor en su matrimonio y convivencia con Achim von Arnim -notabilísimo poeta, amén de autor y reelaborador de Lieder, descendiente de una familia de nobles terratenientes prusianos-, con quien vivió 20 años escandidos por el nacimiento de siete hijos.
Esposa. La vida familiar no im-
pidió a Bettina cultivar sus intereses y contactos literarios, sobre todo en los círculos culturales berlineses, pletóricos de vitalidad y ardientes del deseo de librar batallas por la libertad política y social y, en concreto, por la emancipación de la mujer, propugnada por intelectuales como su amiga Rahel Levin y por ella misma. Este amor concreto por la libertad no es menos interesante que su misteriosa naturaleza anfibia, que se lamentaba de no conseguir 'abarcar el mundo'. Bettina solía decirle a su marido, no sin complacencia, que en el amor entre ambos existía un 'secreto', indescifrable para ella misma, que era el causante de que a veces estuvieran distanciados. En realidad, su misterio lo compartimos todos, porque todo corazón siente vibrar en lo más profundo de su interior sentimientos contrapuestos y oscuros que no acierta a explicarse. Es el misterio propio de cada cual, incluso -y quizá sobre todo- de quien no se convierte en un portavoz verboso y privilegiado, como Bettina, y no se entrega a ninguna afición perniciosa del tipo de aquel autorretrato en el que Bettina Brentano se representa a sí misma como una bacante ebria que sostiene una antorcha encendida, mientras un pobre león succiona su pecho para extraer el vital sustento que su (supuesto) genio necesita.
Traducción de Pablo Ripollés Arenas.
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