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Columna
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Trabajar en Madrid

Trabajo en una editorial comprometida con la literatura y no puedo publicar a Kafka -ahora que dicen que vive-, porque no alcanza nuestras cifras de venta. Pero esta inquietud artística me desaparece cuando mi jefe me cita en su despacho con un timbrazo largo y otro corto, que es mi identificación laboral. Y al recorrer el pasillo que nos separa, me acuerdo de cuando los madrileños tenían dos empleos, uno de mañana y otro de tarde, y otro más los domingos que, al no ser de carácter fijo, como los anteriores, se llamaba 'chapuza'. Entonces al trabajador se le pagaba en mano, por navidades se le regalaba puré de San Antonio, pasaba las vacaciones de agosto en una residencia de Educación y Descanso y sólo podía ser despedido si escupía a Dios o pegaba al jefe.

Tantísimos años después, no sé bien si mi jefe me convoca para que le pegue o le escupa, porque hace días planteó que negociáramos mi despido a las claras y sin tapujos, como exige el realismo sucio. '¿Por qué no abaratarlo?', sugirió. Yo entiendo que aquello del doble o triple empleo, la estabilidad laboral y las legumbres por Nochebuena está relacionado con el Caudillo cuando era centinela de Occidente y en los hogares madrileños se cenaba sangre frita. Entonces, si no presentabas papeles sin antecedentes penales y con adhesiones al Movimiento, ya podías pedir trabajo por amor de Dios que te lo negaba el encargado de pagar la nómina con billetes.

Hoy, las democracias arrastran gravámenes más sutiles, como el desfalco de los patronos, la muerte de los albañiles en el tajo, la contrata de moritos a pan y agua y una jubilación equivalente a la que marca mi jefe.

Comenta mi jefe que, desde que se ha abaratado el despido, trabajar en Madrid es una fiesta. Y añade que la primera diferencia entre nuestros tiempos y los de Kafka es que ahora las madrileñas se han echado al monte y, cual pintados pajarillos, alegran con sus trinos y revoloteos las oficinas. Al verlas alternando con sus compañeros de nómina en despachos y retretes, hombro con hombro y pecho con pecho en demoledora competencia, aunque con salario inferior, ¿quién añorará a las taquimecas de falda de tubo o a las que ponían puntos a las medias con la ayuda de un flexo de 40 vatios?

Esta fiesta del trabajo en que se ha convertido Madrid no es aquélla de la muñeira en el Bernabéu en la tarde del Primero de Mayo, sino algo tan absorbente como leer La metamorfosis. Excepto sábados y domingos, en que sale de viaje, colecciona fascículos o se postra ante la televisión, el madrileño trabaja de lunes a viernes, durante mañana y tarde. A mediodía come en el restaurante más próximo lentejas los lunes, cocido los martes, judías blancas los miércoles, paella los jueves y potaje los viernes. Comparte el almuerzo con sus camaradas mientras difunde mensajes a través del móvil. Acaso de vuelta a la oficina, mientras prepara café en la cocinita comunitaria, copula o se masturba, y con ello amplía sus prestaciones a la empresa. Mas aunque él le ceda su día completo, sus sueños y lo más íntimo de sus entrañas, siempre será para ella un eventual.

Encima de la mesa de mi jefe veo una foto de Kafka que sostiene un periódico como si fuera una pancarta. Seguramente está pensando en mí, y no como editor, al reivindicar un espacio vital que no lo llene el trabajo. Mi empresa está en el Parque de las Naciones, le he dado cuarenta años de los sesenta que tengo, y sé que dejar de acudir a ella será echarme del mundo. '¿Estás dispuesto a negociar?', pregunta el jefe. Besándome los dedos se lo juro, y cuando me indica que no dispone de presupuesto bastante para indemnizar a alguien tan veterano como yo, le corto: 'No hablemos de dinero, que cada vez vale menos'. 'Me gusta que seas razonable', observa mi jefe. 'Quiero dar facilidades -resumo-. Si no hay dinero para echarme, págame en especie'. '¿Masajes, ninfas, galgos?', propone marcando un teléfono erótico. 'Algo más íntimo -me enternezco-, algo tuyo, que me recuerde lo que dejo en esta oficina'. '¿Por ejemplo?', tantea. Y le digo: 'A cambio de despedirme, dame un ojo de tu cara bonita'.

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Le miro con los dos que gasto y el silencio se adueña de nuestra negociación. Al rato, me levanto, hago un guiño a Kafka y me marcho como si acabara de asaltar el Palacio de Invierno. Tengo pocas esperanzas de que mi jefe me complazca. Mas, cuando giro para despedirme, le veo entrenándose a leer el periódico con un ojo tapado. El izquierdo, naturalmente.

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