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LAS EPIFANÍAS DE PASCAL QUIGNARD

El rebelde empieza de nuevo

A sus 54 años, solitario y apartado de todo, tras una brillante carrera que espectacular y repentinamente abandonó a sus espaldas, con más de cincuenta libros detrás, Pascal Quignard parece haber dado otra vuelta de tuerca a su propia vida y obra, como si quisiera cambiarse y cambiarlo todo y volver a empezar de nuevo una vez más. Nacido en Normandía en 1948, lector incansable, pintor y músico desde su infancia, abandonó pronto la pintura, se licenció en Filosofía, empezó a publicar sus trabajos en la revista L'Ephèmere de la mano de Louis-René des Forets, al lado de gente como Klossowski, Lévinas, Leiris, Du Bouchet, Celan, Michaux, fue pronto profesor de francés antiguo y publicó sus primeros trabajos sobre Sacher Masoch, Scève, Deguy a partir de 1969-1970. Traductor de latín, griego (Lycrophon 'el oscuro') y japonés, entró como lector para Gallimard en 1969 y en su comité de lectura siete años después, empresa de la que llegó a ser secretario general en 1990.

Su obra se instala en los intersticios, en los quicios, en las transiciones, en las zonas marginales donde puede vivir la transgresión

Ha sido autor de más de una docena de novelas -entre ellas dos secretas, pretendidamente eróticas, bajo el seudónimo de Agustina Izquierdo que hasta ya ha pasado a las bibliografías-, con las que ha obtenido el Premio de los Críticos (por Carus), el Fémina (por El salón de Wurtemberg) y el de la Academia Francesa por Terraza en Roma (2000), última de sus obras que ha calificado de 'novela'. Viajero incansable por Europa, Asia y África, erudito en culturas grecolatinas, árabes y extremorientales, musicólogo apreciado, presidió El concierto de las naciones, de Jordi Savall, y llegó a dirigir el Festival de Música Barroca de Versalles, hasta que a finales de 1994 dimitió de todos sus cargos y empleos para dedicarse tan sólo a leer y escribir.

Fue autista de niño en dos oca-

siones, y la muerte de su padre hace un par de años le causó una fuerte depresión que hizo temer por su vida. Y ahora, ya recuperado, reaparece con más fuerza que nunca con tres libros de golpe, que no son una novela, ni tres, ni un ensayo, ni alguno ni todos de los 241 capítulos que hasta ahora forman esta serie indefinida, que además quizá no se siguen entre sí porque 'tal vez tampoco todo lo que dicen sea siempre verdad' (sic). Todo ello forma parte de una serie de libros que su autor anuncia para el futuro sin fijar su número, quizá diez, quince o veinte tomos, o lo que el porvenir y sus fuerzas nos (o le) depare bajo el título general de Último reino. ¿Qué ha pasado, qué pasa aquí, es que Pascal Quignard ha enloquecido de repente nada más llegar a la madurez? Lo cierto es que, refugiado en la naturaleza (imagino que no lejos de los jansenistas campos devastados de Port-Royal) y en medio de una infranqueable soledad de lector y escritor -pues en él no va lo uno sin lo otro-, nuestro autor sigue empeñado en una batalla tan descomunal que sus resultados son imprevisibles.

Por lo pronto, no hay quien posea todas las competencias necesarias para hablar de él o de sus libros. Habría que ser latinista, helenista, historiador, crítico de arte, de literatura, experto en taoísmo y budismos varios, en mitologías nórdicas, en erotismos múltiples, en antropologías primitivas, en tribus salvajes desde las suramericanas a las esquimales, en música barroca, en juguetes miniaturizados, en jansenismo, en azulejos portugueses, en antiguos grabados pompeyanos (naturalmente eróticos) y así sucesivamente: en fin tendría uno que ser un crítico literario de verdad para poder hablar de todo con conocimiento de causa, poder leerle como es debido y así enterarse un poco y contarlo de manera medianamente seria. Todo lo demás es contribuir a la típica ceremonia de la confusión o -lo que es más frecuente- resignarse a ser uno de esos agentes de ventas en que por lo general nos hemos convertido.

Sin embargo, con su habitual gentileza y caballerosidad, con una cordialidad a prueba de bomba, Quignard el automarginalizado, el rebelde radical, el único, el single (así le llamaba Sollers cuando eran compañeros en el Comité de Gallimard, a lo que Quignard asentía con una sonrisa), atiende a todas las solicitudes, acude a la prensa, a las radios y televisiones, a toda suerte de entrevistas para decir sus oscuras rebeldías con la sonrisa en los labios. Lo que dice es siempre profundo, no busca justificación alguna, y opina de todo, hasta de los atentados del 11-S, que dice comprender. Pues, para él, el 'último reino' es el primero, no el del pasado (que ya nos contamina domesticándonos a través de la historia, materia que aborrece por su falta de sentido y por representar y ejercer el poder) sino el del antes primordial, que él bautiza con el viejo término de jadis, el que llega al lenguaje desde antes de que podamos empezar a hablar, desde los genes y el útero materno, como resultado de la violenta, salvaje y brutal cópula sexual, fascinante, irremediable y sordidissima, ya que mezcla lo sagrado con lo excremencial. Una auténtica locura.

Sin embargo pide que estos atomizados y desordenados libros sean leídos en el orden que nos propone. Es como si sus tradicionales 'pequeños tratados' (que empezó a escribir a finales de los setenta y ha reunido en ocho tomos los primeros 56 y en otros dos posteriores los 16 siguientes), que tendían hacia la unidad de lo disperso y fragmentario, hubieran implosionado ahora hacia su interior, hacia adentro y hacia esa unidad. Dejando en medio mientras tanto quizá su obra maestra hasta hoy, la monumental Vida secreta (1998), que pareció querer poner todo en orden y en tela de juicio a la vez. Así, las Sombras errantes (primer tomo) que nos llegan de los orígenes prenatales y desembocan por ahora en las Torres Gemelas se remansan en el segundo tomo -Sobre el antes (Sur le jadis)- para retomar nuevas fuerzas y enfrentarse con el tercero, significativamente titulado Abismos. Pues es a los abismos -a la ruina- adonde tiende el mundo y el arte que lo expresa. Es muy difícil considerar estos volúmenes como si fueran una novela, género que Quignard aborrece cada vez más, aun en el interior -¡hay que hacerlo dentro de tanta negrura!- de una permanente alegría esencial. Nuestro futuro, eso que llamamos porvenir, es nuestro pasado, y además no desemboca más que en la ruina, en los abismos que al final resultan absolutamente creadores a su vez. Pues Quignard encuentra la fuente de sus epifanías en quienes luchan contra la muerte, que son el sexo y la naturaleza, verdaderos orígenes del arte y de la lectura: la verdadera fuente de su escritura, que no es tanto la obra de un escritor como la de un lector sobre todo. ¿Hay quien dé más?

Quignard está férreamente auto-

condenado a la rebelión total, cree que vivimos en un orden absurdo, compuesto fundamentalmente por la simbiosis antinatural entre el orden capitalista, mercantil y globalizado y las religiones cristianas. De ahí que instale su obra en los intersticios, en los quicios, en las transiciones, en las zonas marginales donde puede vivir la transgresión. Está contra las formas establecidas, contra la novela, contra la dictadura de lo unitario, a favor de los fragmentos, en contra de sus mejores amores, contra 'la retórica especulativa' o 'contra la música', adora ciertas pinturas y algunos autores de cine, aunque dice que el mundo de la imagen no termina de significar del todo. Para quienes quieran entrar en él por los caminos habituales, les recomiendo las fábulas históricas (La lección de música, Todas las mañanas del mundo, Terraza en Roma); para los eruditos, Albucio y La razón (no traducida); para los erotizados, El amor puro, El sexo y el espanto y Las nieves de antaño (La ocupación americana, en versión original), y para los fascinados por el pensamiento en acto -o narrativo-, que entren en los 'pequeños tratados' o en esa suma total que es hasta hoy Vida secreta, sin traducir aún. Como lo están estos nuevos tres tomos de Último reino, que acaban de aparecer en su país hace menos de un mes, y que he elegido para separarme de mi lengua, mi mercado y mis catálogos, y así hacerme la ilusión de que soy libre al menos por una vez. Y, mientras tanto, la galaxia Quignard sigue rodando por los espacios infinitos.

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