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La eficacia de las éticas aplicadas

Adela Cortina

Hace algún tiempo, en su Revista de Prensa, publicaba EL PAÍS el extracto de un comentario del periódico Libération, titulado 'La moral y la eficacia'. En la línea de una rancia tradición, rancia por añeja y por apolillada, contraponía el autor los dos sustantivos del título (moral y eficacia), dando a entender que son dos cosas distintas y además opuestas. La moral se identifica, al parecer, con los principios, con la actuación numantina de quienes se atienen a ellos caiga quien caiga, sean cuales fueren las consecuencias. La eficacia, por el contrario, es lo que deberían perseguir los políticos, atendiendo -si es preciso- al célebre apotegma de Groucho Marx: 'Éstos son mis principios y, si no les gustan, tengo otros'. El político debe anteponer la eficacia a la moral; las consecuencias, a los principios. El comentario se hacía en relación con la ilegalización de Batasuna, que parecía al autor adecuada según los principios y desafortunada según las consecuencias. Moralmente correcta, políticamente imprudente.

Estas contraposiciones entre la ética y la política, la honradez y la eficacia, proceden de una antiquísima tradición que hoy no puede tenerse sino por nefasta. El príncipe de Maquiavelo, la figura del político inmoral que Kant dibujaba en La paz perpetua, son, afortunadamente, personajes trasnochados, hoy en día fuera de lugar. Cualquier persona, es decir, los políticos, los medios de comunicación, los empresarios, los científicos y el resto de la ciudadanía, tiene que evaluar obviamente las consecuencias de sus decisiones, pero igual de obviamente tiene que hacerlo a la luz de principios éticos si quiere ser realmente eficaz; en el caso de la política, a la luz de los princi-pios democráticos. Para muestra bastan dos botones de entre la ingente cantidad que hoy se podrían ofrecer.

En los últimos tiempos, el Congreso de los Estados Unidos propone leyes para evitar escándalos financieros y contables como los que vienen asombrando a la opinión pública desde hace algo más de medio año. Y también en los últimos tiempos el Parlamento español promulga una Ley de Partidos. Tirios y troyanos discuten sobre la eficacia de estas leyes, y hay que hacerlo, pero existe una pregunta previa: ¿qué no se hizo antes para tener que llegar a legislar lo que resulta obvio, que las empresas deben ser transparentes y los partidos políticos condenar la violencia?

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No qué no hicieron antes el Congreso de los Estados Unidos o el Parlamento español, sino, en el primer caso, qué no hicieron esas costumbres no escritas del mundo empresarial de la doble o triple contabilidad, esa convicción de que la transparencia con los accionistas, los clientes y los empleados es cosa de moralistas que no entienden de eficacia, perdidos en su mundo estúpido de principios éticos de integridad y honradez, y, en el segundo caso, qué no hicieron el silencio cómplice de tantas gentes ante los asesinatos, la justificación y la comprensión, cuando no hay causa política alguna que en un país democrático justifique la acción de arrancar a un ser humano de la tierra de los vivos, extorsionarle o violentarle.

Tal vez la eficacia de los votos sea el homólogo de la eficacia de los dineros, de la eficacia del ser bien considerado, y tantas otras eficacias miopes, de vista corta, incapaces de proyectar a plazo medio y largo, que no son ni verdadera eficacia empresarial ni verdadera eficacia política. Porque cuando se actúa sin corazón, tampoco salen las cuentas.

Esto es, en el fondo, una obviedad, pero nadie se la cree, y por eso estallan los escándalos continuamente, por eso se hace necesario legislar lo obvio al cabo de una enorme cantidad de sufrimiento injustificado. Y hay que hacerlo, sin duda. Pero sobre todo hay que reforzar la prevención de cara al futuro para secar las fuentes del sufrimiento evitable en cada uno de los ámbitos en que se produce. En esta línea de las soluciones de largo alcance caminan lo que ha venido a llamarse 'éticas aplicadas', que surgieron en el último tercio del siglo XX.

Qué significa la expresión 'ética aplicada' es tema que discuten los expertos, asegurando en ocasiones que la ética siempre ha tenido una dimensión aplicada y, por lo tanto, que la bioética, la genética, la ética económica y empresarial, la ética informática, la de los medios, la ecoética, las diversas ramas de la ética profesional (ingeniería, arquitectura, abogacía, psicología, docencia, etc.) y toda una amplia gama de reflexiones éticas acerca de fenómenos centrales en la vida humana, como el deporte o el consumo, no hacen sino descubrir el Mediterráneo, cuando lleva tanto tiempo descubierto. Sin embargo, creo que se equivocan, porque las éticas aplicadas suponen una auténtica novedad, una auténtica revolución, especialmente fecunda para el tema que nos ocupa de buscar la eficacia a medio y largo plazo. Precisamente porque su tarea esencial consiste en intentar hacer antes de que llegue la sangre al río, en intentar forjar desde orientaciones éticas el carácter de las distintas dimensiones de la vida pública, que es la mejor garantía de futuro.

La clave de su éxito consiste -creo yo- en que se compone de cuatro elementos inéditos.

En principio, no nacen sólo de la curiosidad de los éticos, sino que es la realidad social la que lleva la iniciativa, la que insta, no sólo a los éticos, sino también a gobiernos, expertos y ciudadanos, a buscar respuestas. Los gobiernos, primero en Estados Unidos, más tarde en Europa y en otros lugares, se han visto urgidos a formar comisiones de ética sobre el uso de las tecnologías, especialmente las biotecnologías, la práctica sanitaria, el gobierno de las empresas, el comportamiento de los políticos o el funcionamiento de la Administración pública. Una realidad que cambia de forma acelerada no puede esperar a que se lleven a término los largos procesos jurídicos, necesita asesoramiento ético. Por su parte, los expertos de los diferentes ámbitos se encuentran ante problemas para los que no existen respuestas automáticas y a menudo son profesionales vocacionados que desean revitali-zar su actividad profesional. Por último, pero no en último lugar, los ciudadanos, cada vez más conscientes de sus derechos, exigen que se les respeten en los distintos campos, pero también en ocasiones se percatan de que es preciso asumir responsabilidades y participar directamente, bien en las distintas esferas, como 'legos' en la materia, pero como protagonistas en tanto que afectados, bien a través de la opinión pública.

Las éticas aplicadas -y ésta es su segunda 'ventaja competi-tiva'- no las elaboran sólo académicos en sus despachos y congresos, sino que es un trabajo interdisciplinar, en el que colaboran expertos, éticos y afectados, trabajando codo a codo en comités y comisiones, más que en seminarios cerrados.

Sus resultados no se recogen solamente en sesudos libros para disfrute de universitarios, sino también en documentos públicos, en forma de informes, declaraciones, códigos u orientaciones (guide lines), que tienen fuerza normativa en la vida pública.

Y, por último, quienes trabajan en las éticas aplicadas no lo hacen sólo, ni siquiera principalmente, en los departamentos universitarios, sino en instituciones y organizaciones, políticas o cívicas, situadas en el nivel local, estatal, transnacional o global. En este sentido, iniciativas internacionales han ido alumbrando declaraciones y códigos éticos mundiales, como el código de Núremberg de 1946, referido a la experimentación con humanos; la Declaración de Helsinki de la Asociación Médica Mundial, pronunciada por vez primera en 1964, o códigos globales de ética empresarial, como la Declaración Interconfesional (1993), los Principios de la Caux Round Table (1994) o el Global Compact de las Naciones Unidas (1999), amén de los referidos al medio ambiente, como la Carta de la Tierra.

A comienzos del tercer milenio, las éticas aplicadas constituyen una forma de saber y actuar indeclinable, precisamente porque no han nacido a requerimiento de una sola instancia, sino a demanda de la realidad social, de ciudadanos, políticos, expertos y éticos, y forman parte de esa misma realidad social, se han incorporado a ella de forma institucional tanto en los Estados nacionales como en las comunidades transnacionales y en el orden global. El sueño hegeliano de incorporar la moral a las instituciones se va cumpliendo, al menos verbalmente.

Adela Cortina es catedrática de Ética y Filosofía Política de la Universidad de Valencia y directora de la Fundación ÉTNOR.

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