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Columna
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Miedo y libertad

Rafael Argullol

En un reciente encuentro de escritores celebrado en Río de Janeiro, alrededor del motivo de la memoria, Susan Sontag se lamentaba de la casi absoluta ausencia de intelectuales en la prensa norteamericana y, todavía más, de voces discrepantes con respecto al compacto coro oficial que rige la vida pública de Estados Unidos. A excepción de Noam Chomsky, Gore Vidal y unos pocos más -entre los que se contaba ella misma-, el silencio de los intelectuales norteamericanos era tanto más abrumador por cuanto se producía en un momento de sistemática simplificación de las coordenadas del mundo. Para Sontag, el miedo que hacía estragos entre sus compatriotas estaba directamente relacionado con la deserción del pensamiento en el escenario político y, de manera singular, en los medios de comunicación.

Algo de este diagnóstico parece indudable, aun teniendo en cuenta el tradicional aislacionismo de los ambientes culturales y, sobre todo, académicos, mucho más agudo en Estados Unidos que en Europa. La enfermedad de la simplificación -una epidemia en nuestra época- está directamente relacionada con el empobrecimiento de la creatividad espiritual o con la incapacidad de ésta para contrarrestar los efectos aplastantemente trivializadores de herramientas tecnológicas muy poderosas. La complejidad a la que invitan las creaciones culturales aparenta estar obturada bajo el peso de una inquietante unanimidad que define lo que es conveniente para el futuro de la humanidad: sin alternativas y sin margen de maniobra, hay un único buen camino que hace sospechoso todos los demás.

Aunque en Europa los intelectuales nunca han abandonado por completo la vida pública -como prácticamente ha sucedido en Estados Unidos-, lo cierto es que en el final del siglo XX hemos asistido a un impactante retroceso en la influencia social de la cultura. Jamás desde la Ilustración se había producido un fenómeno semejante. Algunas de las causas son evidentes y tienen que ver tanto con el agotamiento como con la mala conciencia. El desastre apocalíptico con que el último siglo ha traducido las utopías ideológicas del XIX ha dejado fuera de juego el tantas veces invocado 'compromiso intelectual' al tiempo que ha desautorizado, creo que irrevocablemente, la figura del ideólogo.

Pero la casi total escisión entre la política y la cultura -con políticos aculturizados e intelectuales despolitizados- con que se ha inaugurado el siglo XXI puede tener consecuencias tan sombrías como las anteriores, aunque desde un paisaje opuesto. Desprestigiadas las ideologías utópicas, el crudo pragmatismo que cohesiona la vida pública puede entrañar fácilmente otra forma de totalitarismo en la que, a fuerza de descartar por peligrosos todos los sueños revolucionarios, acabe acatándose la pesadilla de una realidad encarcelada en su propia falta de sueños.

Para evitar la irrupción definitiva de esta pesadilla sólo podemos apostar de nuevo por la complejidad: por una mirada compleja sobre el mundo en la que seamos capaces de advertir la continua metamorfosis de lo que llamamos existencia. La restricción de esta mirada nos empuja siempre a una falsa libertad, por espectaculares que sean las fuerzas de artificio con que una sociedad se proclama democrática. Y tras la falsa libertad siempre asoma la cabeza monstruosa del miedo.

En consecuencia, desde este horizonte inquietante parece imprescindible una reintroducción de la cultura en la vida pública, no desde luego a través de otros intelectuales ideólogos -grandes simplificadores ellos mismos-, sino de invocadores de la complejidad. Y en esta perspectiva, tan detestable es la utopía de aspirantes a profetas y aprendices de brujo como deseable aquella otra que nos obliga a pensar más allá del único camino.

Pienso que en buena medida la tribuna decisiva para aquella reintroducción es la prensa escrita (y no es ocioso afirmarlo hoy, cuando se cumple el vigésimo aniversario de esta edición catalana de EL PAÍS). Mientras apenas se hace concebible en términos inmediatos la culturización de la política y, todavía menos, de los medios de comunicación audiovisuales, la prensa escrita -cierta prensa escrita-, ella misma hostigada por el avasallamiento de la pantalla televisiva, aparece como un territorio mucho más idóneo.

Es verdad que periodismo y cultura no siempre son compatibles y a menudo son incompatibles, en especial si el primero sólo se refugia en la información y la segunda se entiende únicamente desde el desprecio a la actualidad. Esta tensión es insuperable y es necesaria. Pero, por otro lado, hoy más que nunca, al reivindicar la capacidad crítica del ser humano para enfrentarse a los riesgos de esa verdad total que camufla la pluralidad de verdades, resulta obligado sumar formación e información, profundidad y claridad. No es de descartar que en el inmediato futuro la prensa escrita -cierta prensa- sea el campo de batalla de la reconquista ilustrada de una vida pública barbarizada en extremo.

Como quiera que sea, la denuncia de Susan Sontag, aunque más rotunda con relación a Estados Unidos que a Europa, describe con nitidez la amenaza que se cierne sobre una época que ha aceptado graves mutilaciones de la conciencia. Las secuelas de la simplificación se hacen más evidentes que nunca estos días en los que asistimos al inminente estallido de una nueva guerra con una extraña mezcla de impotencia y delectación, como si nada de lo que sospechamos debiéramos realmente saberlo y como si todo lo que sabemos debiéramos olvidarlo.

Estamos rodeados por vendedores de certezas. Nuestros dirigentes venden certezas porque los ciudadanos, convertidos en súbditos, sólo quieren certezas. Desde ese círculo se comprende que la publicidad sea la gran religión de nuestro tiempo. Para escapar de esta atmósfera asfixiante necesitamos, otra vez, interrogantes.

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