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COPAS Y BASTOS
Columna
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Ronda Marsé

Si escarbas en el pasado, corres el riesgo de encontrar lo que buscabas. El Pijoaparte de Últimas tardes con Teresa fue, en efecto, un joven echao p'alante en un mundo que sobrevive en los libros de Marsé. Por suerte, hay cosas que nunca cambian. El martes, para recibir el Premio de la Crítica de manos de la misma Pilar del Castillo que subvenciona la Fundación Franco, Marsé no necesitó ponerse corbata ni sonrisa de cortesano: adoptó su más conspicua cara de Buster Keaton. Cualquiera que le viera podría describirlo con las palabras que él mismo utilizó en uno de sus autorretratos: 'He aquí un hombre que espera cualquier autobús en cualquier parada, rumiando cualquier cosa. Visto de espaldas, mientras se aleja, es la mismísima imagen del pesimismo y del más celoso anonimato. Una solapada fatiga dorsal acucia su vieja disposición para la trola y el chisme y el vamos a contar mentiras tra-la-rá'. A los de mi quinta no sólo nos encantó leer la novela, sino también ver la película, para, así, participar en el insufrible debate de si cine y literatura son compatibles. La dirigió Gonzalo Herralde en 1983 y yo la vi en el Montecarlo, un cine que actualmente ocupan una empresa de derribos y hordas de insectos bulímicos.

Ya puedo confesarlo: fui porque salía Patricia Adriani. El prestigio de Marsé me servía de coartada, pero lo que yo deseaba era ver a la Adriani en pelotas sin parecer un pajillero de la fila de los mancos del cine Roxy. Si a Marsé le gustaban las mujeres y a mí me gustaba Marsé, ergo: a mí me gustaban las mujeres (sobre todo cuando él las describía con frases como ésta: 'Sus ojos transmiten un fatigado rumor de sábanas'). El papel de Teresa lo interpretaba Maribel Martín, siguiendo la tradición de errores de reparto por causas matrimoniales (era la mujer del productor). A El Pijoaparte lo encarnaba Ángel Alcázar, un morenazo que impresionaba no sólo por su planta, sino por una expresión de chulo que hacía temblar las depiladas piernas de las teresas que años antes, en el Bocaccio, intentaban ligarse a Marsé, galán proletario y neorrealista, experto en el arte de torear los elogios, no vaya a ser que uno se los acabe creyendo y se vuelva gilipollas. La banda sonora de la película era de Josep Maria Bardagí, otro que cayó fulminado por la peor empresa de derribos.

Telefoneo a Gonzalo Herralde y le pregunto qué recuerda de Alcázar en el papel de El Pijoaparte. Antes de decidirse por él, Pepón Coromina (q.e.p.d.) y Herralde vieron a casi 100 actores, pero ninguno les convenció. 'Ángel era especial, muy rebelde. Se presentó al casting vestido de Pijoaparte. Había tenido una curiosa infancia en Guinea. El día del estreno, no le dejaron entrar en el Up & Down porque no llevaba corbata', recuerda el cineasta (deberían abrir un local llamado Los que Nunca Lograron Entrar en el Up & Down: sería un éxito). Tan especial era Alcázar que le fuimos perdiendo de vista, quizá porque le arrastró la hedonista corriente de los ochenta. Hace unos años, volvió con un breve papel en Nadie hablará de nosotras cuando hayamos muerto y una colaboración en la serie Policías. Su mirada sigue siendo la misma, aunque más castigada que en sus tiempos de Pijoaparte. La rabia subsiste, pero el tiempo y sus atajos parecen haberle pegado muchas palizas que se traducen en ojeras de torero zumbado y cicatrices disfrazadas de arrugas. Algo parecido le ocurre al mundo de Marsé, ese barrio literariamente infinito que también aparece en Rabos de lagartija. Tomemos la Ronda del Guinardó, por ejemplo. Ni tranvías, ni chavales comentando el asesinato de Carmen Broto o el regreso de un exiliado con pistola y pasado anarquista. Todo son coches y un mobiliario urbano adicto a un autobombo municipal al que debería darle vergüenza anunciarse en un territorio tan hipotecado por el porciolismo y sus progres herederos. La ronda es un barranco artificial que separa lo que antes era empinada transición de un barrio a otro. Ahora hay un scalextric remendado con una falsa rambla parque. Si andas un poco, te preguntas cómo quedará la ropa tendida que cuelga de los balcones y qué paisaje se verá desde el hotel Aristol que no sean graffiti, palmeras escuálidas y grúas. Algo debió de salir mal para que un mundo literariamente tan rico haya acabado en una realidad caótica donde el orgullo ha sido enterrado bajo toneladas de asfalto (no sonorreductor) y el tiempo para compartir aventis ha sido arrasado por la prisa. Pero, pensándolo mejor, y pese al pesimismo de Marsé y las ojeras de Alcázar, que una ministra de derechas y ex izquierdista tenga que darle un premio a un escritor rojazo de nacimiento no deja de ser un eslabón más de una larga y testimonial cadena de venganzas. Ahora sólo falta que Marsé le robe el Premio Nobel a Baltasar Porcel para que su victoria sea total.

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