_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Bandera

La primera vez que vi en la plaza de Colón de Madrid la extensa bandera de España que ahora enarbola el PP con el pecho tan hinchado sentí un escalofrío. Entonces, uno de estos días se cumplirá el año, yo no sabía que medía 294 metros, ni que esa misma noche iba a estallar en su vertical,en el aparcamiento subterráneo de la explanada del Descubrimiento, un coche bomba de ETA. Ni apenas podía imaginar que esa misma mañana, de camino hacia el parque del Retiro para recoger unas castañas, había pasado con mi familia y unos amigos muy cerca de ese mismo coche cargado de explosivos, poco antes de que una grúa municipal lo retirara por estar mal aparcado y lo llevara al depósito de la plaza Colón paseándolo junto a miles de vecinos. Sin embargo, entonces sentí un escalofrío. Y no porque fuera un acomplejado, como ha diagnosticado ahora el presidente del Gobierno, José María Aznar, que son todos los que sienten inquietud ante esa bandera de dimensiones desproporcionadas, quizá despreciando los sentimientos de la media España que, en el mejor de los casos, pudo salir huyendo de ella en 1939 hacia el exilio. Sino porque hace muchos años vi en la base militar de Bétera a un oficial sacar a un soldado raso a puñetazos de una cabina de teléfonos porque estaba hablando con su novia mientras a unos 40 metros de allí se arriaba la bandera con los músculos muy tensos y la testosterona cuajada. Hasta esa tarde yo sólo sentía un fastidio metafísico hacia la bandera de España, pero desde entonces no puedo disociarla del terror. Aquel tipo de los ojos encendidos lo sacó a patadas y empujones y le dijo de qué mal iba a morir, mientras el teléfono quedaba colgado del cable sin llegar a cortarse la comunicación. Desde entonces estoy persuadido de que no hay ninguna bandera en el mundo que justifique el momento de estupor que pasó la novia de aquel soldado al otro lado de la línea. Dicho sea ahora que el alcalde de Madrid, José María Álvarez del Manzano, y el ministro de Defensa, Federico Trillo, han convenido la horterada de hacerle un homenaje el último miércoles de cada mes.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
SIGUE LEYENDO

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_