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Columna
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Sabiduría del sordo

Puesto que no entienden lo que se les dice, los sordos pueden parecer tontos. Sin embargo, si se tiene en cuenta que pueden leernos los labios, los sordos pueden parecernos listísimos. En definitiva, somos nosotros quienes no entendemos. Nos cuesta hacernos cargo de los sordos como de los demás discapacitados porque los tomamos, en efecto, como una extraña carga y el esfuerzo no es propio de nuestro tiempo.

Cuando los asistentes al Tercer Congreso Nacional de Sordos se manifestaron la semana pasada por las calles de Zaragoza pidiendo al Gobierno que allanara las barreras para su integración, daban de paso a conocer el menguado caso que se les hace. En plena sociedad de la información, el colectivo de sordos españoles, próximo al millón, queda privado de acceder a una importante proporción de referencias. La razón es que no se ha declarado todavía oficial el lenguaje de los signos. Algunas veces emerge un intérprete en el ángulo inferior del televisor, pero, en general, los telediarios, las declaraciones oficiales, los discursos trascendentes o solemnes, quedan fuera de su alcance o retardados hasta que llega la versión impresa.

Lenguajes parcialmente artificiales en comunidades menores han pasado a ser oficiales. ¿Cómo, por tanto, un lenguaje más apegado a la tradición no viene reconocido en las constituciones? Los sordos, como los oyentes, poseen un lenguaje propio de cada país, pero, ¿quién puede pasar por alto la mayor carga de expresión corporal, emocional y simbólica que acumula la comunicación de los no oyentes? No sólo se trata de la energía de sus sintagmas, que en ocasiones nos parecen directos dibujos del mundo, sino también de la especial percepción de la realidad que ellos, entre sí, comparten.

La dificultad auditiva ha inventado una forma resolutiva de comunicar que constituye acaso la plástica más sensual de los lenguajes. ¿Cómo no reconocerlo social, política y culturalmente? Paradójicamente, a veces resulta más arduo conquistar una obviedad que un derecho complejo. Ha sido más rápido atender las vindicaciones de las parejas de hecho que las elementales demandas de los sordos. Pero no son, efectivamente, tan raros esta clase de desajustes. En la actualidad se requieren mayores explicaciones para justificar la defensa de un vecino que para argumentar la defensa de un cetáceo.

¿Deberían las minorías de no oyentes ser asimilados a algunas especies mimadas para comprender nítidamente sus derechos? La tendencia jurídica de nuestro tiempo, la proclamación de los derechos humanos para los animales, convoca tantos entusiasmos que en el arrebato no oyen a seres humanos a menos que alcen mucho la voz. ¿Podrá prorrogarse la sordera política por mucho tiempo? El partido socialista presentó hace 10 días una proposición de ley para garantizar el derecho al bilingüismo de los no oyentes.

Unas 400.000 personas utilizan el lenguaje de signos a diario bien porque no pueden hablar o porque sean familiares, amigos, compañeros o profesores de sordos. Esta cantidad sólo en España puede indicar una cifra de centenares de millones en el mundo, pero, aparte de esto, el problema no es una mera cuestión de cantidad; es un asunto de calidad de vida. Y no sólo de la vida de los directamente afectados. El lenguaje de los signos silenciosos remite a una realidad que se olvida u oculta comúnmente, y cada vez que en un acto público un intérprete acciona con sus manos, su boca y sus brazos, está aludiendo a un estado especial de muchos otros componentes de este planeta. Y no sólo a seres sordos o discapacitados en general, sino a gentes diferentes, en alguno o en todos los 'sentidos'. A ésos que las gesticulaciones del intérprete evocan y llaman a comparecer junto a nosotros para hacernos conscientes de la heterogénea comunidad en que naturalmente vivimos y en la potencial riqueza de su integración.

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