'Rentrée'
Es difícil reflexionar sobre el presente. Primero, porque nuestro presente es de dolor, ¿y en qué cabeza cabe racionalmente el dolor?, ¿qué contexto mental lo vuelve auténticamente pensable? Segundo, porque el presente está demasiado cerca, se nos echa encima, nos ciega de pura vecindad; y además va demasiado rápido. Nos mete en el cuerpo el ritmo trepidante, descerebrante, del ahora mismo: sentir, decidir, responder enseguida, de pronto, ya. De lo contrario es tarde. Otra vez otro instante, ahora mismo. Y así va trascurriendo el presente siempre impensado, sin aire mental.
Sólo hay aire mental en la recuperación del pasado o en la imaginación del futuro. Y de futuro voy a darme ahora un respiro, del futuro largo de los niños. Que han vuelto a las escuelas -estamos de rentrée-, es decir, a las andadas de ocupar vivamente la ciudad. Pasas por una calle y te llega un recreo. Vas a un polideportivo y su presencia plástica y sonora se impone uniforme, unánime. Y en la selva del tráfico diario aparecen los elefantes del transporte escolar. Y los parques se desperezan por la tarde. Y es incluso posible que de pronto el trajín de tu barrio se detenga un instante, fijas las miradas, suspendidos los gestos, porque pasa una hilera de párvulos, sujetos de una cuerda. Y entonces sonríes. Aunque a lo mejor no te dura mucho esa sonrisa porque, sin pensar, el presente te propone una pregunta iceberg, fría y preliminar: ¿es de verdad algo feliz la infancia?
Y es posible que se te amargue el día. Y la columna. Que te dé por pensar cosas raras. Que esos dos etarras listos para asesinar eran de todo, pero también muy jóvenes. Y que Juan Carlos Beiro, el guardia civil asesinado, un chaval. Y que hacen falta por lo menos tres palestinos de los que saltan por los aires con sus víctimas para sumar la edad de Arafat o de Sharon. Y que el Bush, que se niega a suscribir los protocolos internacionales de protección del medio ambiente, está pudriendo un mundo en el que él no va a vivir, que va a legar, podrido, envenado, a nuestros nietos. En fin, que el presente descabezado, caduco, irrespirable, se está comiendo ya el futuro de muchos.
El futuro remoto de los niños. Y te dices también que buscas en la prensa y en la televisión, en el estrépito de las noticias, un conocimiento del mundo. Pero que basta con mirar a la gente para saber cómo es el mundo y cómo está. Y sobre todo, que basta con mirar a los niños. Porque los niños no saben autoengañarse. Y porque incluso sin entender lo que les sucede, lo expresan.
Y como el día y la columna avanzan ya por la calle de la amargura, vas a decir lo que ves en los niños cercanos y presentes, en el prototipo de niño vecino y actual. Ves que no le auguran al mundo un buen futuro. Porque el mundo necesita generosidad, y los niños son cada vez más egoístas, más propios. Necesita respeto, y les hacemos déspotas. Y comunicación, y ellos cada vez hablan menos, replegados, unívocos. Y sobre todo porque el mundo necesita imaginación y los niños se están volviendo literales. No hay imaginación sin deseo y ellos ya no desean. No les dejamos. Las ganas se las inculcan otros. Y ellos las satisfacen -con nuestra colaboración atenta o descuidada- al instante, sin espera, sin sueño, sin esfuerzo, sin devoción, y consecuentemente sin recompensa. O con una versión tan mínima de todo eso que resulta improductiva por ilegible.
Estamos de rentrée. Vas por una calle y te asalta un recreo. Y estás segura de que la infancia tiene tan buena prensa porque es esperanza, es decir, posibilidad intacta, duda entera. Pero qué pasa si el futuro del mundo ya está cantado, con estas notas infantiles para las que crecer va a ser sólo aumentar de volumen. Cantado, cansado ya. Vencido. ¿Qué pasa?
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