Eliza, vida mía
'Se pasó la vida enamorado'. Eso dice Alfonso Reyes de Lawrence Sterne (1713-1768). Y con ello no hace más que repetir lo que el propio Sterne declara de sí mismo a cada paso, por ejemplo en su Viaje sentimental, donde escribe: 'Porque yo siempre he vivido enamorado, hoy de ésta y mañana de la otra princesa, y cuento seguir así hasta el final de mis días'. Como en efecto ocurrió. Pues fue precisamente hacia el final de sus días, en 1767, bien entrado en la cincuentena y hallándose ya enfermo, cuando se enamoró Sterne más perdidamente. Fue de Elizabeth Draper, de 22 años, casada con un oficial de la Compañía de las Indias Orientales, de quien tenía dos hijos, y con el que hubo de reunirse en Bombay al poco de conocer a Sterne. Durante una estancia en Londres, Elizabeth mantuvo con éste una breve pero intensa relación, abonada por la afinidad intelectual que cundió entre ambos. Aun antes de embarcar Elizabeth rumbo a Bombay, y en cumplimiento de una promesa hecha, Sterne se puso a escribir el que se conoce como Diario para Eliza, una especie de carta amorosa por entregas en la que da cuenta a su 'querida niña', día a día, de lo mucho que la adora y lo mucho que la echa en falta, no viviendo para otra cosa, dice, que para esperar su regreso (una espera que concluiría a los pocos meses con la muerte de Sterne, en marzo de 1768).
DIARIO PARA ELIZA. NOVELA POLÍTICA. FRAGMENTO RABELESIANO
Lawrence Sterne. Traducción de Pep Verger Fransoy Igitur. Montblanc, 2002 144 páginas. 12 euros
Lleno en su mayor parte de
lo que hoy suena a ripios y cursilerías de toda índole ('tal es el lenguaje del amor, y no conozco ningún otro'), este Diario para Eliza, que -como el resto de las obras reunidas en este volumen- se traduce ahora por primera vez al español, ocupa un discreto pero estratégico lugar en la obra más bien exigua de su autor. Su interés mayor es su imbricación con el ya citado Viaje sentimental, que Sterne escribía por esos días, y al que hace en el Diario numerosas referencias. No hay que olvidar que es a Eliza a quien Sterne interpela muy al comienzo de su Viaje, donde dice que lleva consigo el retratito que tan insistentemente invoca en su Diario. Por lo demás, el Diario abunda en consideraciones de orden doméstico (relativas especialmente a los incordios que procuran a Sterne las reclamaciones de su mujer, de la que vive separado), y muestra a un hombre sin el menor sentido del ridículo a la hora de ventilar en público sus cuitas amorosas ('¡pobre Yorick, tan preocupado y compungido!'), de enseñar el retrato de su amada a quien se le pone a tiro ('¡ay, les dije, si hubiérais visto el original!'), o descargarse de la sospecha de una infección venérea haciendo juramento de 'no haber tenido comercio con el sexo desde hace quince años'.
Este último dato, llamativo en la actualidad, sirve de indicador del abismo que media entre la sentimentalidad amorosa de la que hace gala Sterne y la que terminaría por imponerse más adelante. El permanente estado de enamoramiento del que Sterne se jacta es una efervescencia sentimental cuyo impulso erótico se disuelve en una disposición cordial y apunta, mucho antes que a la posesión sexual, a una simpatía que es tanto física como espiritual, y que se proyecta en un orden total de la existencia. Quizá el mejor modo de ilustrarlo sean esas palabras de Tristram Shandy cuando, en una fiesta campestre, es sacado a bailar por una lugareña: '¡Su aspecto era adorable! ¿Por qué no podía yo vivir así, y así acabar mis días? ¡Justo dueño de nuestras penas y alegrías!, grité, ¿por qué razón no puede uno tomar asiento aquí, en el regazo de la dicha, y bailar, y cantar, y rezar sus oraciones, e ir al cielo en compañía de esta doncella avellanada?'.
A Eliza le dice Sterne en su Diario que 'cada día me aparto un poco de mi Viaje sentimental para obedecer a un impulso más sentimental, el de escribirte y darte el retrato actual de mí mismo, de mis deseos, mi amor, mi franqueza, mis esperanzas, mis temores'. En este vaivén entre el Diario y el Viaje cabría reconocer una prueba de la idea sustentada por Habermas y otros conforme a la cual la novela burguesa derivaría de los desarrollos propios de formas de escritura surgidas en el ámbito de la esfera íntima y doméstica. El caso es que el desinhibido sentimentalismo de Sterne, como el de otros autores ingleses de su tiempo, constituyó una actitud revolucionaria que iba a determinar el curso de la novela moderna. Pero en relación a esa fuerza revolucionaria conviene considerar a un tiempo la posición a su vez revolucionaria que Sterne encarna en relación al género que tempranamente contribuyó a dilatar y a subvertir. En su espíritu lúdico y jocoso, en su aventurera concepción de una escritura en la que los sentimientos y la propia experiencia autobiográfica se enredan con la ironía y la parodia, el sentimentalismo sterneriano apuntaría un camino que, en su mayor parte, la novela burguesa desatendió. De modo que es la tonalidad casera y enfática del Diario, más adelante hipertrofiada de retórica y de patetismo, la que con más familiaridad terminó por resonar en el elector moderno.
De fuste muy distinto, pero
con mucha mayor incidencia en la obra de Sterne, publican los editores, dentro del mismo volumen, la Novela política, que supuso el debut literario de su autor, y que decidió su orientación como escritor, constituyendo un precedente directo de Tristram Shandy. Escrita en 1759, se trata de una genial sátira -al estilo de las de Swift- contra un ambicioso eclesiástico de Yorkshire que pretendía un cargo para el que Sterne había sido nombrado. Sterne lo reduce todo a la reclamación y disputa de unos calzoncillos de felpa entre un sacristán y un campanero. La virulencia y la eficacia de la sátira son tales que el eclesiástico en cuestión renunció a sus pretensiones a cambio de que Sterne retirara el texto de circulación, cosa que hizo, aconsejado por sus superiores. Pero muy por encima de la disparatada disputa sobre los calzoncillos, lo que eleva el texto a categoría de obra maestra es el añadido de un manojo de 'llaves' interpretativas con que los distintos miembros de un pequeño club político pretenden reconocer en él contradictorias alegorías de la política europea. Como señalan los editores, Sterne 'juega magistralmente con la idea de la pluralidad interpretativa que se deshace en su misma proliferación'. Ya brilla aquí, con todo su esplendor, el ánimo lúdico y burlón que de nuevo luce en el breve y más bien anecdótico Fragmento rabelesiano con que se completa este atinado y servicial volumen, dedicado al culto y al mejor conocimiento de quien, con mucha más propiedad todavía que Voltaire, pudo ser considerado lo que Barthes denominaba 'un escritor feliz'.
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